Trilogía de las revelaciones

Aproximación a la obra poética de Jorge López Montemayor por parte del escritor guatemalteco José Andrés Alvarado Sánchez. 

Ladeira livros, por Berman Bans

Todo niño —joven, adulto, padre o abuelo, y a la vez hijo, hermano o colega— necesita dialogar con la sombra. Esa sombra demoledora, conmovedora y rigurosamente exigente, de oscuridad franca, casi translúcida: de una obsidiana visionaria y sacramental, donde las alusiones a los materiales rituales no son casuales, sino ofrendas líricas a la memoria, al dolor y a la conciencia encarnada en la palabra, esa palabra que Jorge López Montemayor moviliza y ritualiza en Trilogía de las Revelaciones

I

La intensidad poética de Testamento de la sangre —toda una declaración de intenciones— no proviene tanto de la densidad metafórica ni de la elección de la prosa, sino de la hondura de su búsqueda: «la memoria en el lenguaje de nuestras cicatrices», la lectura de lo heredado: «dejar caer mi cabeza en el charco de sangre», y la indagación «bajo los pilares de esta casa». 

Desde las primeras páginas se presenta al «pobre niño con su don maldito de ver el cráneo antes que la máscara», protagonista que se asume «descendiente de la herida», tanto del linaje que lo precede y lo sucederá, de los «ojos de cuatro pupilas» y la afirmación: «Babel es tu patria». Aunque la multiplicidad nunca es abstracta: hay fechas, sucesos y se «toca el nudo de su tronco para escuchar el bosque» genealógico de su sangre, «que habla la lengua de los mares». Un pobre niño que verso a verso se convierte en el hombre habitado por las tinieblas. 

II

Establecido el tiempo y el espacio, Ceremonia de las sombras abandona los hermetismos para lanzarse —ahora desde el verso y el juego tipográfico— a la excavación radical de las profundidades del poeta y de las voces que lo habitan. No ofrece una cronología, más bien una inmersión en las capas más íntimas de la experiencia individual y colectiva, donde el yo lírico hurga en la llaga —esa «herida que se vuelve tercer ojo»— para alcanzar una visión que rebasa el lenguaje articulado: caligramas circulares que se gritan y se responden a sí mismos: «un grito desbordado hacia adentro».

La constante batalla verbal entre símbolo y experiencia produce el «alfabeto de la nieve» o la «escritura de pájaros» que aluden a una lengua inaprensible, pura vivencia que busca cohesionar la realidad sin dominarla, un lenguaje que está «migrando sueños a esa sombra que cierra la triqueta del lenguaje», que busca volver a la semilla, morir para indagar. Ese doble movimiento —morir/indagar— entrelaza las historias familiar y nacional: «todas las promesas que juramos con sangre se queman en el silencio de esta casa». La expresión oscila entre la contención y el desborde, entre la imposibilidad de decir y la urgencia de hacerlo. 

III

El movimiento final llega con El hombre arrodillado sobre mis cenizas, el libro más maduro del tríptico. «Una vez más, me encuentro a la sombra de estas paredes repletas de símbolos», anuncia el poeta y devuelve al lector a la «Casa Irreal» que ahora pretende demoler: «Escupiré sobre el libro firmado con sangre / esta casa no será mi hogar».

Una casa habitada por las voces de Eliot, Borges, Gamoneda e integradas en una cosmogonía íntima, política y existencial: el Minotauro borgeano, la zarza bíblica, la serpiente, Abel, el ángel, la marca en la puerta. Es un libro que entrelaza la historia personal con la colectiva. La voz habla en singular y, simultáneamente, desde una coralidad fragmentaria que vincula lo familiar con lo nacional. 

De este modo, la Trilogía de las Revelaciones es también una meditación sobre la violencia, la pérdida, la migración, la lengua y la sangre compartida: «el precio de la palabra son años bajo el signo de la lluvia». El verso inicial —«Toca el nudo de mi tronco y escucharás el bosque»— encuentra eco en el tercero: «Recuerda que el árbol fue antes el sueño de la semilla».

IV

Estéticamente, la trilogía exhibe una madurez notable: dominio del verso, modulación de registros, experimentación tipográfica y un equilibrio preciso entre lirismo e imagen dura. Todo ello bajo un hilo temático consistente y articulado que revela una voz consolidada y comprometida con su visión del mundo.

Al final, podría hablarse de una poética de la ceniza: una escritura que no pretende brillar en el fulgor del fuego, sino surgir de lo que persiste tras la devastación. Extrae su materia de la sombra para convertir el carbón humeante en filo de sílex. Su apoteosis no reside en el fuego, sino en la ceniza, inseparable de la de los otros: «El ruido que escuchas a la orilla del río es un breve relato del mar». Por eso no es posible hablar de una poesía hermética: oscuro no es igual a ilegible. Por eso su símbolo no es la calavera, sino la osamenta; no el charco, sino el mar; la niña que es madre, pareja, hermana, y el niño que es padre, hijo, hermano: un tótem, no una bandera, «con nombres distintos, en lenguas y con gestos diferentes».

En suma, la Trilogía de las Revelaciones de Montemayor es una obra exigente, desbordante de imágenes y sentidos que, aun subvirtiendo el discurso, busca respuestas y solo halla preguntas desde un lenguaje herido, en la entraña misma del silencio y la memoria. Su poesía rehúye la claridad del concepto y apuesta por la luminiscencia del símbolo. Tal vez todo se condense en versos como «Solo escuché mis palabras en el color de su silencio», donde vibra la potencia lírica y espiritual de esta obra, que sin duda merece un estudio más profundo y que, definitivamente, vale la pena recorrer con la propia sangre.

José Alvarado
Guatemala, 27 de junio de 2025.

Corrección: Matheus Kar 

Muestra poética 

 

De Testamentos de la sangre

 

Mi sangre habla la lengua de los mares. Lluvia escucha la gente cuando digo lágrima. Ciudades en ruinas, catedral de putrefacciones, cuando casa. ¿Quién es el que se esconde detrás de los símbolos y viene a injertar voces horribles en mi garganta, mientras bebe de la luz sedienta de mis huesos? Quién sino aquél que reconoce mis heridas en su cuerpo. El mismo que espera al otro lado de mis palabras abismales. Hermanos, aquello que se pierde en el bosque es mi alma. La palabra en la frente de la bestia es el nombre de la patria, para aquel que desciende por la vida, cumpliendo su papel exacto, con los siete sellos de la desgracia. (Rojo quise decir al escribir negro. Familiar este camino donde otros se han extraviado). Esa mujer en los brazos de aquel hombre tuvo que ser mi novia pero es mi madre; las palabras dulces que pronuncia el niño en los sueños de la niña, fueron mis palabras. Pobre de aquel que cree desdoblar sus manos en alas, de aquel que busca el sur por el norte. Si el hombre: distintas vidas y el mismo desastre. Ay, del pobre niño con su don maldito de ver el  cráneo antes que la máscara. Padre, primera mentira del cielo, única verdad en el rostro desfigurado de mi madre, letra como ventana en los abecedarios del madero, ¿de quiénes los cuerpos que deja el rastro de mi voz? (otras las cosas que quise decir, otras las imágenes soñadas. Otro discurso menos fragmentado). Pero qué del reptil aéreo en la lengua del hombre. Si mi palabra: incendio de ojos. Si mis manos: imágenes del ave en el cuerno de los días; y mi sombra: lugar donde Dios orina su fracaso.

 

 

De Testamentos de la sangre

 

Hijo, he aquí la Catedral donde Dios rompe su voz en tus retinas. Rompiéndose en sombras e imágenes, en humanas imágenes de sombras, en la fugitiva palabra de la sombra o su imagen. He aquí todos los ángeles que nacieron ciegos o sin fuerzas, alimentándose de gusanos que brotan de mis entrañas. Hijo, he aquí la catedral donde se congregan mis sueños olvidados al otro lado de las preguntas, en la esquina más oscura de la niebla. He aquí los retablos de tu camino iluminado por mis manos crucificadas en el viento. He aquí el museo de mis muertes, epílogos de tu principio: repertorios de imágenes heridas para el traje del hombre, como larga repetición de las repeticiones. Hijo, disculpa mis palabras mutiladas en la falda de los días, en algún momento habrás de heredarlas y comprenderás que fue el abuelo de mi padre, diciendo esto a tus nietos, a través de tu cadáver. Las mismas historias enredadas en las trenzas de tu hija, las mismas sombras bajo el árbol genealógico de tu novia. Porque ambos somos descendientes de la herida.
 

De Ceremonia de las sombras 

4

Las personas se congregan alrededor de tu palabra para escuchar tu mensaje que siempre ha sido la historia de las cenizas. 

Pero alimento para el desahuciado es el verbo de tus manos; tu pecho es una oscura laguna donde la muerte bautiza los sueños.

 Y en tus ojos observan la tristeza de los astros. 

Por eso el niño viene desde tu interior a lavar sus heridas en tus primeras lágrimas; a dibujar un círculo con su verdad: 

Cazador de sombras, atravieso la puerta del fuego: leo en el madero los designios de la voz. 

Mi destino es caminar. 


 

De Ceremonia de las sombras 

9

En tu cabeza exprimiré las tinieblas y en tus años correrá mi lamento; será como serpiente que cambia sus escamas. 

Y los hijos de tus hijos vendrán a escudriñar sus pieles, pero los hombres la mostrarán en las plazas de los grandes pueblos y dirán: he ahí su Dios, adoradlo con los huesos de sus padres. 

Rezadle con sus manos llenas de oro y con su penitencia de silencio; ofrendadle contritos y humillados,  los cadáveres de sus hijos. Entregadlos por miles. Nosotros sus padres de la patria administraremos la memoria y la destrucción. 

Y la serpiente seguirá girando sobre la sangre.

Aunque en 1833, al oriente de la herida que llamas país, coloque la cabeza de tu hermano como la piedra de un monumento contra la injusticia. 

Aunque cien años después la balanza cargue con la sangre de tus hijos y el hambre de tus hermanos. 

Aunque la bala de 1932 explote en tu cráneo  y mueras bajo el eclipse de 1991, bajo una fe lejana pero con una historia que ya conocías en las escamas de esa serpiente tan parecida al color de tus ojos. Tan parecida a los mapas de tu voz.

Porque te he visto morir aplastado por los rieles de la Bestia, morir en esa ciudad al sur del sueño; porque vi morir a tus hermanitos aquel 27 de marzo en Ciudad Juárez. 

Y he visto un país adorar un hombre como si fuese el mesías; un hombre como otros hombres que ya ha revelado la rueda del agua.

Y dentro de tí lloras sin comprender que, en la ceremonia del relámpago, la serpiente seguirá girando, y tú morirás abrazado a ese enorme obelisco del lenguaje, y no encontrarás tus ojos en esos rostros tallados por la memoria. 

De El hombre arrodillado sobre mis cenizas 

6

a papá

 

«Esta será la flor del viento que iluminará tus pasos», me dijo, extendiendo su mano, con un mapa de líneas que cambian con la fiebre en los huesos de quien lo tocara. 

Y mi pecho era una caldera, al escuchar «Esta será la flor del viento que seguirás con la llama de tu corazón. Vence los muros y los ojos que están alrededor de esa casa que habitas. Escucha el fuego, sigue el mapa que ahora he tatuado en tu osamenta»

Abrí mi pecho y era el sonido del mar: el sonido de los años como una mano perdonando mis heridas. 

«No me conoces, pero escucha tus huesos, escucha esta herida más allá del madero. Más allá del puño de la madrugada, del veneno en la palabra de esos hombres alrededor de tu promesa. 

La fuerza de tus ojos será esculpida con el odio del mundo. Tu rostro tendrá el signo de la luna más oscura entre los huérfanos, porque tu madre escupirá sobre tu llanto. Serás el niño que jugará con la tristeza. Pero todo esto aún no se te revelará. Porque aún no tienes el lenguaje para hacerlo»

Mi corazón era una llama sobre la gran noche. 

Yo ardí en palabras envejecidas por la lluvia. 

Y en aquellas revelaciones, mis ojos se derramaron por símbolos que no sabía pronunciar. 

«Ese río sobre tus pies también es el signo de la promesa. Mira esos rostros, esos cuerpos, esas vidas, esos años»

Observé un jinete venir desde el norte;  cabalgaba sobre el silencio como si trajese invierno en los bolsillos.  

Sombras, sangre, disparos. Sombras y mujeres sobre hojas secas de una mañana de cenizas, cargando con pedazos de niños hacia el hueco de una tierra sin memoria. Sombras y ritos en la ocultación de la sangre. Aceites y humo en las ruinas de la casa. 

«Los años se consumirán en alaridos alrededor de tu progenie. Las tempestades de la locura y el odio perturbaran tu hogar. Pero tu espíritu será un árbol con raíces fuertes sobre mis promesas.

Verás el cielo como como una vorágine y verás el acecho de la tierra yerma sobre tu casa y tu familia

Pero entenderás cada cicatriz sobre tu cuerpo y entenderás cada puño y escupitajo sobre tu rostro. Porque apartarás los helechos de los años y en esa laguna en el pecho de tu nieto, verás el reflejo de un leopardo». 

 

De El hombre arrodillado sobre mis cenizas 

10 

El invierno crujió sobre las cabezas de quienes regresaron del bosque

con sus manos repletas de gladiolos y lirios pálidos por la sangre

perdidos con frases aprendidas en las entrañas de la montaña 

y el filo de cuchillos sobre la membrana tibia del silencio. 

El invierno crujió bajo la nube de un panal de gritos y cenizas 

Y esa luz cubrió los campos, los ojos de mamá, la palabra de mi hermano 

La lengua fue el delirio de la sed ante la zarza.

La sed del delirio en la lengua de la zarza 

y la madrugada amparada a la voz del hambre del niño 

desató caballos en caminos abiertos a la visión de los huesos. 

Al hundir sus manos en la oscuridad de las visiones 

el niño es sumergido en los estertores volcánicos de la semilla 

y los años se cuentan con gotas de sangre 

y los días con los caminos que dejaron su rastro sobre nuestra memoria

Por eso el niño no recuerda sus palabras en lo que ve a través de las raíces

Crezco hacia adentro como una ciudad de mil puertas 

Un laberinto que recuerda todo lo que mis padres olvidaron 

como una mano que deshace todo lo que alguna vez sobre mi osamenta será construido. 

Y sin embargo, 

las visiones se abren sobre los huesos como un invierno 

que cruje por encima de las cabezas de los hombres que no regresaron de la selva. 

Yo los veo con sus cuerpos repletos de gladiolos y lirios alimentados por el dolor 

Y me veo a mí,  como un niño nacido de la tormenta

y veo hacia adentro y escucho mis huesos y los estertores del fuego en la semilla

Veo mi sangre arder por fuera de los muros 

y más allá de ellos, 

más allá de las cenizas, de la zarza en los ojos del delirio,

veo una niña con su cabello besado por las tinieblas , 

una niña con flores violetas para poner sobre mis labios quemados por el hielo. 

La niña que dice: 

«Te hablé desde hace cien años 

te hablé en los sueños y esperé 

porque tú eres el niño elegido por la madrugada». 

Y ella me dará una caja con huesos y cenizas 

una lámpara con aceite  de su cabello  

y dirá de nuevo: «sigue esa sombra que ves al final de la estepa,  

Pero recuerda que el árbol fue antes el sueño de la semilla».

 

José Andrés Alvarado Sánchez

José Andrés Alvarado Sánchez (Ciudad de Guatemala, 8 de agosto de 2002), graduado en Ciencias y Letras en 2020, es escritor y autor de “Los Senderos del Sentido”, un poemario que él mismo define como un “tratado poético de metafísica.” Forma parte del taller literario «Los compañeros».  Reside en ciudad de Guatemala. Cursó 3 años de la carrera de Letras y Filosofía en la Universidad Rafael Landivar. Actualmente se dedica únicamente a vivir. 

 

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