El retrato de la mujer sombra

Cuento de una de las voces más destacadas de la nueva narrativa nicaragüense.

Cold, clear and shadow, por Robert Couse-Baker.

She's the sweetest, hmmm, pet in the world

THE ROLLING STONES

 

Llegamos tarde porque nos perdimos, eran casi las nueve de la noche cuando tocamos. Karl nos recibió en el antejardín de la casa, una muy elegante al estilo de las del centro de San José. Él, como siempre, parecía frío e imperturbable, aunque eso no me importó para nada. Si bien toda la escena era alegre, presentí una cosa mala en el aire, y hasta creí ver una sombra amparada en el marco de una de las ventanas del segundo piso.

Al fin entramos y la música me pareció prometedora: Well, it’s a marvelous night for a Moondance / with the stars up above in your eyes…

La recepción estaba lista, los bocadillos dulces y salados estaban dispuestos sobre la mesa de la entrada, y en la barra del centro otros deliciosos bocadillos habían sido decorados armoniosamente con uvas y una rica variedad de quesos: brie, morbier, boursin con pimentón, gräddost, stilton, manchego, bleu d’auvergne y roquefort, mi favorito. Nos entregábamos a la alucinación culinaria cuando una mujer con ropa de colores apagados apareció envuelta en un halo de silencio. Tenía una mueca ambigua en los labios; le sonreí, porque supuse que se trataba de un recibimiento.

Le hice una seña a mi compañero para que me siguiera, tomamos lugar en la mesa que estaba en el espacio principal. Alrededor de nuestra área, como a dos cuartas de altura del piso, había un borde labrado en madera que tenía un estilo entre rústico y moderno. Sobre el lomo del mueble había frutas de plástico y cera, ramas y conchas de mar... y otros objetos que ya no recuerdo. Pero sí había una hermosa muestra de coral y unas bolas negras en extragrande, mediano y muy pequeño, y eso me gustó.

El anfitrión llegó y nos sirvió las primeras copas de sauvignon blanco. Conversamos brevemente. Después nos integramos a la fiesta.

Buscaba un sacacorchos por ahí, cuando vi detrás de un muro cerca del recibidor, un gran marco con una obra plástica. Era un retrato, definitivamente era un retrato... y quizá un autorretrato. De él emanaba como un campo de fuerza helado que lo protegía. Pregunté de quién era, ya que no tenía firma, pero nadie se molestó en responder. A fin de cuentas ni me resentí. Tenían razón, había cosas más importantes que ese cuadro mediocre de reflejo refrigerado que me había atraído.

Regresé a mi sitio armada de buenas municiones de blanco y tinto.

Nadie nos dijo nada sobre la mujer que afanosamente acarreaba vasos y copas sucias para volver con impecables repuestos. Mientras ella transitaba de manera invisible, nos dedicamos a cantar viejas canciones de las teleseries infantiles de nuestra época, esas que amenizaron nuestras infancias centroamericanas: Abuelito dime tú qué sonidos son los que oigo yo..., Si me buscas, tú a mí…

Después declamamos en coros entrecortados los poemas que nos obligaban a aprender de memoria cuando estábamos en los primeros años de educación básica:

¿Recuerdas que querías ser una Margarita…

Risas, carcajadas y copas alzadas:

EN UNA NOCHE ALEGRE QUE NUNCA VOLVERÁ.

Brindamos por la alegría de estar juntos. Cada quien completaba entre el mismo tono de risas, burlas y alegría cada verso. Yo: Margarita, está linda la mar; Oliverio: y el viento; Milagros: lleva esencia sutil de azahar; Karl: yo siento. Y todos: MARGARITA, TE VOY A CONTAR UN CUENTO.

Entonces aplaudíamos, apurábamos los tragos para entonarnos con el coro, nos abrazábamos y reíamos a más no poder, celebrando la hermandad centroamericana que recaía en la herencia poética de Darío. Por eso, Milagros adoptó una voz y una pose de matriarca y actriz melodramática de telenovela mexicana para recitar: “Ya que lejos de mí vas a estar…” Todos nos carcajeamos más y más. Y no se trataba de las bromas, sino del alcohol que nos hacía sentir felices, lindos y talentosos, aunque entre todos no hacíamos más que una bola de viejos tripudos o flacos, degenerados, mediocres y algunos hasta repugnantes. En su mayoría no éramos más que docentes de universidades de tercera. Entre el resto del grupo apenas dos o tres tenían buenos puestos en el extranjero, pero ahora éramos solo hermanos.

Un poco desfasada de la conversación, habló la amiga argentina:

—Ustedes me están trayendo a la memoria mis canciones de juegos cuando yo era apenas una nena. —y comenzó a cantar:

Y qué oficio le pondremos, mata tiru tirulá…

Todos la seguimos: LE PONDREMOS COCINERA MATA TIRU TIRULÁ...

La mujer sombra se paseaba por nuestra mesa maldita, pero nadie más que yo parecía estar viéndola; no recuerdo que ninguno la saludase.

Me sentí a gusto, y por un rato me dediqué a capturar cazuelitas de atún, pastelitos rellenos de pollo, costillitas de piña, tomatitos rellenos y otras boquitas que sabían bien, a pesar de no tener nombre.

Fijate que así estaba yo, tan feliz... hasta que llegó la prepotente de Loretta Moliniari. Mirá si no tengo razón. Todos estábamos en onda, gordos y flacos, fumadores no fumadores, soberbios con humildes, dadivosos con tacaños, misóginos con feministas, heterosexuales con homo y transexuales... Todos en una sola hermandad, cuando de pronto se produce un gran silencio. Karl había llamado la atención para presentarnos a la invitada que recién acababa de arribar de Miami. Hizo tanto alarde con la presentación de la gloriosa autora centroamericana recién condecorada que no quedaba más que aplaudirle, y para eso había que cerrar un rato nuestras bocas, dejar de beber, dejar de reír, pues, ¡para aplaudirla!

Te juro que yo la hubiera perdonado si ella de alguna manera va y le echa la culpa al maje ese, pero sucede que la reconocida autora va adoptando una pose de Nefertiti, que no era jugando. Hasta se subió los senos con arrogancia, levantó la nariz y se soltó la bufanda (¡estamos en el trópico, hermanos!) con un gesto como si fuera Heidi Klum o por lo menos Kate Moss (en sus mejores tiempos), nada más que en versión aún más diminuta.

Total, cuando ella bajó de su nube para incorporarse a la fiesta como que a todos se nos bajaron los ánimos, y sólo los más chupaculo se decidieron a aguantarla en su mesa. Yo, aprovechando que el perro de Oliverio andaba en cámara lenta hablando estupideces ―¡después de haberse tomado nada más que cuatro copitas!―, me fui a seguirlo para consolarlo, porque ya quería llorar. El pobre estaba convencido de que no le iban a dar empleo en Nicaragua.

Seguí un rato al borrachín que hablaba sin decir nada, y se recostaba encima de la gente para babearla en el supuesto intento de contarle el secreto de su desgracia. Luego me escabullí, lo más lejos posible de la Moliniari, y me dediqué a examinar la casa, muy maleducadamente, como si estuviera revisando los detalles para meterme a robar más tarde, luego que todos se fueran y los anfitriones ya estuvieran dormiditos: la mujer sombra en su camita unipersonal o en su alfombra y él bien empiernado en su cama matrimonial con su joven y encorvada alumna-amante.

La casa era de dos pisos y estaba construida en madera, bloques de barro cocido y vidrio. Tenía una pequeña, pero agradable, terraza y dos espacios amplios que hacían de sala y comedor, muy apropiados para la recepción que nos brindaban. Imagino que la sala estaba muy iluminada de día, algo esencial si tienes que vivir en la época brumosa, lluviosa y lúgubre de San José de Costa Rica, porque las paredes eran placas de vidrio transparente. ¿Te imaginás qué rico? ¡Podías ver a través de las paredes y saber lo que sucedía en el jardincito de la terraza! Pero de lo que no te podías enterar era de lo que pasaba en la segunda planta. Estaba tentada a subir, pero en ese momento no me atreví.

La vi aparecer una vez más. Se quedó en el quicio de la puerta protegida por la sombra de las escaleras que daban al segundo piso. Me acerqué disimuladamente, como si no hubiera encontrado las pechuguitas al estilo criollo en el mostrador de la entrada. La mujer sombra le decía cosas en tono muy bajo a su majestad el maridito (todo en francés) y le sacudía el polvillo invisible que sólo ella miraba acumulado sobre los hombros flacuchos de él.

Ella se fue sin hablar con nadie, con nuevas copas sucias entre los dedos. Me fui detrás, siguiéndola, como quien no encuentra el contenedor de la basura. Yo que entro a la cocina y ella que sale por una puerta lateral que daba quién sabe a dónde. Desapareció. La dejé desaparecer.

Tiraba una servilleta al contenedor de la basura cuando la vi: de piel aceitunada y rasgos indígenas, treinta y seis años lo más, tenía el cabello desteñido y la figura recortada pero tampoco era obesa. Lavaba platos.

Después de saludarla reconocí en su acento tico una gota de algo familiar, así que aprovechando la circunstancia le dije:

—Fíjese que estoy escribiendo un libro sobre inmigración y necesito entrevistar a mujeres que tengan la experiencia de haberse ido de Nicaragua a distintos países centroamericanos. Usted sabe, mujeres que tienen que dejar a sus hijos para ir a buscar cómo ganarse la vida a Honduras, Guatemala, El Salvador, y Costa Rica. ¿Le gustaría colaborar conmigo? Le voy a pagar.

Hasta entonces me volvió a ver con interés, se secó las manos en el delantal y me vio a los ojos francamente.

—¿Qué tengo que hacer?

—Necesito su testimonio. Hacemos una cita, usted llega al hotel donde me estoy quedando y me cuenta cómo ha sido su vida aquí en Costa Rica. Y, ya que me interesan datos íntimos, pues usted no tiene que decirme su nombre verdadero y tampoco yo voy a averiguarlo. ¿Le parece?

Sentí como que estaba por firmar un documento trascendental en mi vida, algo como lo que le ocurre a los gobernantes del primer mundo cuando firman tratados de libre comercio con los países más pobres: sentí como que al fin la había pegado. Era verdad que aquello de mi libro sobre testimonios lo acababa de inventar, pero algo en mi corazón me decía que esa alma torturada era justo lo que me estaba haciendo falta para escribirlo. Imaginé el título: “Testimonios de empleadas domésticas inmigrantes centroamericanas”. Pensé en lo mucho que admiraba a Elena Poniatowska. Pero sucedió algo inesperado, la mujer me dijo que tenía dudas y que lo iba a pensar. Le dije que estaba bien, que yo era una persona confiable —tal y como a vos te consta—, y que por favor quedáramos en algo. Cuando yo estuviera lista para irme de la fiesta volvería para saber si iba a colaborar conmigo o no, que esperaba que la respuesta fuera un sí. Luego me retiré a buscar más bebidas.

Una vez más tuve que pasar frente al cuadro de antes, y realmente me estaba interesando. Era feo y como sin gracia, pero tenía algo. Se trataba de un cuadro abstracto, con manchas que a mí me revelaban un rostro demacrado que lloraba y estaba triste, pero eso había sido la primera vez que lo miré. Ahora estaba segura que era un juego visual en el que sí, era en realidad un rostro, pero a la vez era la vagina de una mujer vieja, un poco desgajada pero con un ímpetu de imponerse con respeto. En mi juego de concentración hasta creí ver a la mancha-vagina crecer como un sapo imperioso, uno de esos que, a pesar de ser pequeño e insignificante, podía desafiar de manera ostentosa hasta al más fiero de sus enemigos: la serpiente del maíz. Pero las carcajadas estruendosas de mi amiga salvadoreña me distrajeron del delirio con el sapo, y me despegué un rato para ir a ver qué pasaba. Yo adoro a mi amiga salvadoreña.

Llegué para descubrir que el grupo de académicos de la lengua salvadoreños estaban robándose el show con un montón de chistecitos soeces de quinta categoría, así que me instalé cerca de ellos. Sin embargo, a pesar del chisme de que Viborín, profesor emérito en una universidad de Maine, se iba a casar con una mujer porque la había embarazado (aunque todos sabían bien que él era gay), y que su risa era verdaderamente capaz de volver loco a cualquiera… ¡yo no dejaba de pensar en el pendejo cuadro!

La mujer sombra se paseaba como lo que era, como una sombra. Tenía en lugar de piel una especie de cuero descolorido y muy arrugado, y en sus ojos había una luz muy apagada, casi como los de una persona que yace ahogada en el fondo de un pozo seco. Llevaba el cabello muy corto, pero no parecía un estilo “moderno”, o que la llenara de brillos como a Sinéad O'Connor. Lo notable es que la mujer sombra no llevaba ningún tinte, a pesar de que su marido se cuidara de usar una tintura rubio-plata que le sentaba bien. Las cejas de ella, a diferencia de las de él, eran un breñero de canas color rubio-sucio desteñido. Los cachetitos le colgaban de una manera un tanto divertida y un tanto ridícula, tal y como si estuvieras viendo a Piolín deshidratado, ese canario horrendo que tortura a Silvestre.

A la debida distancia, empecé a observar a la autora del momento: una cuarta de raíz blanca y en el resto lo que había sido un tinte castaño mediano. Nos había molestado su entrada, porque apareció como si María Félix llegara a una fiestecita de beneficencia, por eso fue que nos desalentamos y terminamos cantando los himnos nacionales de cada país.

Siguieron los tragos y los cigarros. Seguramente el licor y el humo me provocaron alguna reacción que yo no esperaba. Aunque no recuerdo haberme quedado dormida, soñé que una voz me contaba que esa anciana opaca, demacrada, era la autora de los cuadros sombríos que adornaban la pared central de la sala, que ella había sido la responsable de la tiesa decoración de la terraza, que ella era la madre de los hijos de nuestro anfitrión, que ella era una mujer sola y apartada que nunca decía ni su nombre, que nunca había aprendido a hablar español y que ahora era solo una pasa empacada en trapos color tristeza y con una envoltura de ceniza en la piel. Ella pintaba retratos revolucionarios, mientras él se encargaba de andar follando con sus alumnas del doctorado en estudios culturales.

En eso, justo detrás de mí, apareció la Moliniari y se instaló a fastidiar con chistes sobre nicas y salvadoreños en Costa Rica; luego se dedicó a contar anécdotas funestas sobre inmigrantes centroamericanos en el extranjero. “Estaban cinco centroamericanos en un burdel, uno de cada país ―menos Belice y Panamá― por supuesto, y el tico dice…”

Luego me dormí un rato, eso sí lo recuerdo. Cuando desperté, la mujer sombra todavía estaba allí, así que me dije: “Ahora llegó el momento de entrar en personaje y buscar la aventura: esto ya se está poniendo aburrido”. Pedí permiso para ir al baño de arriba, pues los de abajo lamentablemente estaban ocupados. La mujer me guió hacia la escalera y me explicó con señas y oraciones tarzanescas hacia dónde debía ir; obviamente me recomendó el baño de su esposo, que era el mejor.

Subí muy contenta, como si fuera una caperucita roja con su canastita llena de pastelitos, dispuesta a dejarse comer por el lobo feroz. Llegué al cuarto, abrí la puerta y ¿adivina a quién me encontré? ¡A Loretta Moliniari, por supuesto! Ella no me vio porque estaba de espaldas y no escuchó el sonido de la puerta. Estaba demasiado concentrada en clavarle alfileres a un bultito de trapos rojos que apretaba entre sus manos: la vi a través del espejo. Se me heló el corazón y salí tratando de no hacer ruido. Me retiré un poco para ver si alguien subía las escaleras, pero no había nadie, todos estaban rodeando al majadero de Oliverio.

Agarré un poco de valor, gracias al poder de la imprudencia, y volví para asomarme por la ranura de la puerta. Allí estaba ella, que todavía le daba pinchazos al bultito, pero esta vez giró la cabeza en un gesto nervioso, como si hubiera escuchado un ruido. Aunque me dio repelo, me aposté rápidamente detrás de unas plantas que estaban en la esquina, pegadas al quicio de la puerta. Se levantó y abrió un poco la puerta. Sentí que podía olerme y escuchar mi respiración, me la imaginé como a una especie de mujer loba de ojos encendidos. Pero la muy ella no me vio ni nada y se volvió a meter al cuarto. Extrañamente no se aseguró de cerrar bien la puerta y ahora yo podía verla directamente a través del espacio entreabierto: sacó unos papeles, un novenario quizá, y comenzó a rezar. Luego agarró un cenicero y quemó allí mismo unos papelitos como estampitas de santos que traía. Luego sacó un frasquito diminuto que contenía un agua verdiazul y untó con ella a unos pañuelos que sacó de una maleta que evidentemente no era suya. Me dio miedo, pero quise probar a ver hasta dónde era capaz de llegar.

Retrocedí, marqué falsamente mis pasos sobre el piso en orden ascendente, y toqué la puerta haciendo como que llegaba por primera vez. Cuando entré ella todavía estaba tratando de cerrar la maleta.

—¡Ups!, perdón —le dije.

—No pasa nada —me dice con su tono arrogante—. Se me cayó un botón de la blusa y Karl me dijo que tenía uno idéntico en su bolsita de emergencia de viajes, así que lo estoy buscando. ¿Me ayudas?

—No, muchas gracias, tengo una emergencia y debo entrar al baño ―le digo de mentiras. La cosa es que cuando entro al baño veo en la pared un enorme alacrán negro apostado como a medio metro del inodoro, ¡sobre la pared, y frente a mis ojos! ¡Y este no era el alacrán de Fray Gómez! Como sabes le tengo fobia a esas alimañas, así que me quedé paralizada. Los segundos se hicieron horas, pero al fin reaccioné, me saqué el zapato y con la punta del tacón bajé la palanca, haciendo como que había terminado de hacer pipí. Me puse el zapato y salí. La tal Loretta no estaba, pero en cambio había una enorme gata siamesa que maullaba como perdida. Me fui a hacerle cariño y me tiró un zarpazo, la muy rabiosa. Entonces le digo:

—Si sos vos Loretta, te voy a decir algo: en realidad me caes muy mal a mí y a mis amigos porque sos muy mala persona y por encima de todo sos un producto de la mercadotecnia del libro, no tenés verdadero talento. Entonces fue que la auténtica Loretta Moliniari me habló por detrás de la oreja.

—¿Ah sí? Pues ya me lo imaginaba. ¿Querés saber algo? Yo no me preocupo por pequeñeces ―tomó a la gata en los brazos, y dijo, mientras se iba: —Vámonos Franca, hiciste bien en no dejar que te pusiera un dedo encima.

Me hizo un guiño con el ojo, en clara señal de advertencia, y cerró la puerta. Cuando traté de salir estaba cerrado por fuera. No había manera de abrir la cerradura, así que comencé a pedir ayuda. Y como ya sabés, también soy claustrofóbica. Después de media hora nadie llegaba, seguramente ensordecidos por el volumen de la música y sus propias risas.

Salté por la ventana y bajé del segundo piso gracias a unas débiles escalerillas de emergencia. Era de noche, pero algún maldito pájaro nocturno decidió cagarme la cabeza. Definitivamente, no era mi día. Fui a la cocina a buscar a la mujer, para preguntarle si al fin se había decidido, porque yo ya me marchaba de esa apestosa fiesta. Hablamos poco pero lo básico: hija de mártires de la revolución, ella misma había sido violada y torturada siendo una niña; tenía cartas, casetes, fotos, recortes de periódico… Había estudiado en la extinta Unión Soviética para terminar de cocinera de unos extranjeros. La mujer aceptó la propuesta. Le di la dirección del Hotel Presidente y el número de mi habitación.

Me limpié el pelo y salí toda greñuda a avisar que ya me iba. El anfitrión estaba conversando muy animadamente con la tal Tontotta, así que tuve que verle la cara de nuevo. Me acerqué sin querer oír.

—No. Yo nunca jamás siquiera he pensado en ser una intelectual orgánica... ¿Qué es eso? A mí me interesa la literatura no la política… Odio que me relacionen con él, mucho menos con Dalton; creo que él era una mala semilla, y además era muy mal poeta. Yo no soy de izquierda ni de derecha: soy solo yo, no intentes clasificarme. Mira, los que lean mis libros que saquen sus propias conclusiones, si se precian de ser lectores inteligentes.

Entonces interrumpí:

—Con permiso. Madame Moliniari, a mí me consta que usted es una escritora que aprovechó el momento de la guerra y la revolución para publicar sus primeros poemas llenos de una supuesta mística revolucionaria.

—¡Ay, por Dios! Esa fue una tontería que publicaron sin mi autorización, así que no puedo responder por algo de lo que no soy responsable.

—Bueno, en todo caso ya me voy. Karl, gracias por la invitación. Buenas noches.

—¿Ya te dieron tu abrigo? Lo puse en mi cuarto, puedo buscártelo. —No, gracias, no hace falta. Yo misma lo voy a buscar.

Fui allá, la puerta estaba sin seguro y se abrió sin ningún problema, algo había hecho seguramente esa vieja bruja. Ahora el cuarto me pareció más iluminado, no había ni rastros de la maleta, y lo único raro que noté fue que una de las gavetas del tocador estaba entreabierta. Me asomé y vi una pistola: como no sé nada de armas no supe ni de qué tipo era, ni qué calibre ni nada, pero me imaginé acribillando a la gata de la Loretta.

En mi cabeza rondaba el deseo de venganza, así que tomé mi abrigo y con un puntero fui a buscar al alacrán, que no se había movido del sitio. Lo hice entrar en mi monedero y con mucha precaución lo cerré. Entonces hice del abrigo un guante protector para tomar mi monedero y comencé a bajar. En mi cabeza perturbada asomaba un plan: con mucho cuidado sacaría de mi bolsita al alacrán, haciendo como que me robaba una boquita para el camino, y se lo tiraría en el hombro a la Tontotta de la Moliniari, a ver qué pasaba. Pero sucedió que cuando arrojé al arácnido sobre el lomo de la gata siamesa, este picó donde debía; nada más que la gata saltó como un cohete loco y se movió tanto que el alacrán cayó precisamente sobre la espalda de la dueña de la gata, y esta al arrancárselo de encima lo lanzó sin querer sobre la cara de la mujer sombra. El pobre bicho terminó ahogado en una copa de tinto. De los tres solo la señora sombra resultó ser alérgica, se comenzó a inflamar y luego ya daba señales de asfixia. Tuvieron que llamar a una ambulancia.

Nuestro anfitrión dijo que no pasaba nada, que su señora era alérgica, que no era la primera vez que pasaba eso y que seguramente después que le pusieran algún corticoide se iba a aliviar y amanecería como nueva. Que siguiera la fiesta.

Yo me quedé pasmada viendo la frescura, la indolencia de aquel agüismado y pálido hombre. Se me vinieron imágenes a la memoria: la mujer esa clavándole alfileres al bultito y las aguas perfumadas untadas en los pañuelos del tal Karl. Y me di cuenta que sólo le había facilitado el trabajo a la bruja de la Moliniari. La figura masacrada por los alfileres debía ser la esposa y el perfume debía ser algún filtro amatorio que ya estaba surtiendo su efecto porque Karl… ¡ya no estaba pegado a las faldas de su alumna-amante, ahora no se despegaba de la Moliniari!

Aunque él no era mi hombre ni me interesaba en lo más mínimo, me llené de un odio profundo y asco hacia él, comprendí que en verdad era un pobre mojigato. Bien que se merecía a la Moliniari.

Después me sentí dispuesta a decirle cuatro cosas al tipo ese: misógino de mierda, que su mujer era una muerta en vida encadenada a sus pies, que ella era la verdadera artista y que él no era más que un miserable... Así que en lugar de irme, y para darme más valor, fui a beberme todo el licor que alcanzara en mi estómago. Sentí los borbollones derramándose de mi boca. Como gesto de amistad Oliverio me dio algo más, y yo bien que le acepté, pero cuando me subió el efecto a la cabeza empecé a decirle medio en broma medio en serio: “¿Oli, Oli, qué me has dado? ¿Qué me has dado, cabrón?”.

Oli sonrió y me dio un sorbo de su cigarro, y lo puso suavemente entre mis labios. Luego vi pasar ante mí todo lo que había pasado en la fiesta, como en versión resumida. “¡Pero si yo ya me estaba yendo!” Me dije a mí misma. El tiempo se agrietó antes de detenerse. Luego sentí un golpe y un ardor húmedo en el rostro. Un sabor chicloso en la boca. Escuché unos disparos como a un kilómetro de distancia. Estaba segura de que todo se debía a los efectos de aquello que Oliverio me había dado.

Desperté en el baño. En mi mente quedaban rastros de Under my thumb. Las piernas me temblaban, no sabía si al levantarme del piso y verme en el espejo iba a descubrir que tenía un hueco de disparo en la cara, o si aquella sensación se trataba de mi propio vómito, o peor, de mi propia sangre. Un miedo espantoso se apoderó de mí: si me levantaba tendría que descubrir la realidad, tendría que abrir la puerta. Y al otro lado no se escuchaba a nadie conversando. Un gran silencio, largo y helado, se me presentaba como un fantasma que jugaba conmigo, que me decía que yo era la mujer sombra, que yo había tomado la pistola… Era bien probable. Quizás, los había matado a todos.

María del Carmen Pérez Cuadra

Nacida en Jinotepe (Carazo, Nicaragua) en 1971, es licenciada en Arte y Letras e investigadora independiente de literatura centroamericana. Ha obtenido los siguientes reconocimientos: Premio Centroamericano de Narrativa Corta Rafaela Contreras (2004), Premio Nacional de Poesía Inédita El Cisne (2008), Premio Nacional María Teresa Sánchez (Narrativa corta), 2014. Ha publicado los libros de cuento Rama, microficciones (Managua: Isonauta Ediciones, 2016); Sin luz artificial (Managua: CIRA, 2004) y Una ciudad de estatuas y perros (Santiago de Chile: Das Kapital, 2014). Imparte talleres de narrativa corta y encuadernación para la Asociación Nicaragüense de Escritoras en Managua, Nicaragua, y para la Biblioteca Municipal de … Más del autor

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