El arquetipo del reencuentro entre padre/hijo en Trágame Tierra de Lizandro Chávez Alfaro y ¿Te dio miedo la sangre? de Sergio Ramírez.

Un profundo y original análisis de dos novelas nicaragüense en su relación con el mito de Odiseo.

Foto cortesía de Manny Vanegas

En términos generales la novela es un género literario que admite diferentes descripciones, dependiendo de su grado de extensión, estructura y temáticas. En el haber de su existencia como género diferentes corrientes y tratamientos han nutrido la configuración de estilos y andamiajes textuales, experimentaciones han llevado a integrar otros géneros a su estructura, así como al desarrollo de personajes más completos y complejos, integrando dimensiones sociales y psicológicas en un intento por representar la realidad desde la ficcionalidad. Sin embargo, para establecer un mínimo de parámetros que nos describan mejor este género, Bobes (1998) enfatiza:

En resumen, la novela tiene diversas formas de manifestarse por relación a la categoría “narrador”, o por relación a cualquiera de sus unidades sintácticas: personajes, acciones, tiempos y espacios y además puede hacer de cualquiera de ellas la “dominante” de un texto y articular desde ese centro todas las demás. (p.13)

Dentro de esta noción, ubicamos a la novela nicaragüense, que desde el casi nulo desarrollo en la época colonial ha pujado por establecerse en un lugar sino privilegiado como el de la tradición poética; en constante evolución y experimentación que ha ido integrando diferentes narrativas a través de las cuales se ha querido configurar la historia de Nicaragua, girando en hilos temáticos, más o menos consensuados por la crítica y la historiografía nacional −apenas registrada un poco antes de 1990 según Carlos Mayorga (2017)−, estos hilos temáticos se centran en: la intervención norteamericana (1912-1933), la lucha de Sandino en Las Segovias (1912-1933); la dictadura Somocista (1937-1949); lucha, triunfo revolucionario y gobierno sandinista (1961-63; 1979); perdida electoral del FSLN (1990); en torno a estos temas se presenta la vida de los nicaragüenses (estructura socioeconómica, política, geográfica; paisajes, dicotomía campo-ciudad, etc.).

Dentro de la renovación novelística nos encontramos con Lizandro Chávez Alfaro (1929-2006) y su novela Trágame Tierra (1969); reconocida como la primera novela contemporánea nicaragüense; en donde además de la temática lucha sandinista-dictadura somocista; sobresale la integración de la Costa Caribe y sus elementos geográficos y socioculturales, así como el tratamiento de los personajes y la técnica de flujo de conciencia a través del cual los personajes nos muestran su “yo” interno.

Sergio Ramírez Mercado (1942), escritor, periodista, político y abogado; hace su introducción en la cuentística con su libro Cuentos (1963) y entre sus novelas ¿Te dio miedro la sangre? (1977) que, según algunos críticos, es una novela prerrevolucionaria por el período que abarca (1930-1961); en su estructura general presenta varias tramas narrativas que se enlazan a través de vasos comunicantes en diferentes planos de tiempo. Los personajes definen y mueven la trama de la novela, una mezcla de pasado y presente (narrativo) se expone como la búsqueda de una férrea transformación social y política para el país.

Retomamos un elemento significativo que está presente en ambas novelas y que forma parte de las categorías sintácticas: los personajes; el análisis se centra en un elemento que se configura en ellas, a saber; el arquetipo del reencuentro entre padre/hijo en un contexto sociocultural y político que es atravesado por luchas revolucionarias, pobreza y exclusión. Este arquetipo es tomado de entre los diversos mitos derivados de la Odisea de Homero: El regreso de Odiseo y el encuentro con su padre Laertes. En ambas novelas analizamos este reencuentro más bien como un desencuentro entre padre/hijo acercándonos más a la Odisea del autor Kazantzakis (1975), en donde el encuentro se da en términos menos amorosos que en el homérico.

 

El mito de Odiseo en Trágame Tierra de Lizandro Chávez Alfaro y ¿Te dio miedo la sangre?, de Sergio Ramírez.

De la mitológica Odisea se desprenden diferentes historias sobre las cuales la literatura occidental ha basado algunos arquetipos importantes, colocando en estas nuevas historias a personajes que representan al hombre contemporáneo, sus intrincados vínculos familiares (una Penélope a la espera del amado, un Telémaco creciendo lejos del padre, un Laertes abandonado a su suerte); la búsqueda interior que tiene como paradigma el viaje mítico de Odiseo; la desilusión o el arraigo a la patria, esas Ítacas modernas desromantizadas de toda epopeya, siendo más sueños que naciones consolidadas. 

De manera particular nos situaremos en el arquetipo del encuentro entre el padre y el hijo. Desde que Joyce con su Ulises nos plantó la relación entre Bloom y Dedalus, este último como una proyección del anhelo de Bloom por un hijo varón; y la poca importancia que concede al nacionalismo irlandés, vemos que las historias de encuentros entre padres/hijos se bifurcan a tal grado de romperse, nos preguntamos; ¿qué es entonces el mito de Odiseo en estas historias contemporáneas? Será más bien el desencuentro, la desilusión, el desarraigo que mueven a los personajes en otros escenarios, pero con la misma fuerza de la búsqueda, con la estira y encoge de las relaciones filiales, con la noción de patria a punto de quebrarse.

Desde esta perspectiva hemos sustraído este arquetipo de ambas novelas para analizar las relaciones de los personajes en un nuevo contexto. Abordaremos la relación entre Luciano Pineda, César Barrantes y sus padres en Trágame tierra; y el indio Larios y su hijo, quien emprende un viaje de León a Guatemala en búsqueda del cadáver de su padre en ¿Te dio miedo la sangre? Alrededor de estos complicados vínculos familiares giran otras pasiones que mueven a los personajes, que los distancian de la complicidad filial. Por un lado, los padres aferrados a sus ideales y por otro, los hijos en búsqueda de su propia identidad.

 

El desencuentro entre padres e hijos en Trágame Tierra: ¿Qué diablos significa hijo? (p. 75).

Algunos críticos apuntan que el hilo conductor de Trágame Tierra es el conflicto generacional entre padres e hijos. Y es que vemos a lo largo de sus 12 capítulos cómo la relación entre Plutarco y Luciano Pineda se va tejiendo y cruzando con otras historias secundarias. Importante es anotar en este punto que a través del flujo de la conciencia estos personajes nos muestran sus pensamientos, sus ideales y sus miedos; pero no desde un estado de inacción sino todo lo contrario. Mientras la acción avanza, el flujo de su conciencia se abre como una grieta a través de la cual nos vamos enterando de sus más profundos pensamientos y es ahí donde creemos entender el por qué van tomando decisiones que los confrontan o los alejan.

Por un lado, tenemos a Plutarco Pineda y Marcelo Barrantes; unidos por una relación de compadrazgo y por más de 40 años de amistad, representan un prototipo de hombre conservador y dedicado a la familia. En sus hijos han sembrado la esperanza de un futuro más alentador del que ellos mismos se procuraron. Ambos, representan la angustia y el anhelo de Laertes a la espera de Odiseo, el arraigo a la tierra y a las costumbres.

Entre Marcelo Barrantes y César (su hijo menor) existe una ruptura producida por la forma en que César se comporta, una forma no tradicional de ser “hombre”; aunque Barrantes le dice a Plutarco: “…Es que tu ahijado anda otra vez borracho. Parece que la lluvia; parece que los temporales…no se qué, y bebe como un endemoniado” (p. 50); no es este el verdadero motivo del distanciamiento sino su relación con la “Viqui”, un homosexual que trabaja planchando ropa a los guardias en Blufields. Barrantes duda de la “hombría” de su hijo y se indigna al punto de querer matarlo porque lo encontró Barriendo; sí, con una escoba en las manos (p. 53). Encontramos aquí la desilusión de un padre, una espera contraria a la de Laertes que sufre por la ausencia de su hijo héroe; Marcelo en cambio sufre por la partida de un hijo que sale de los roles tradicionales de la familia. Es un padre que se avergüenza de su hijo y que quiere verlo lejos de su lado: “Creo que si me dijera que quiere volver a su vida, al lado de la Viqui, le diría que vaya a hacer lo que le dé la gana, al maricón” (p. 68). Finalmente, Barrantes encuentra la manera para alejar a su hijo, insistiéndole a Plutarco Pineda ¿Por qué no te lo llevas? (p. 69). César, alejándose en el bote de Barrantes, mientras sus padres como dos siluetas inmóviles, desvanecidas como manchas de arena tirada sobre la negra dureza de la pendiente (p. 79) lo ven por última vez, embarcado en un viaje sin retorno sobre el Río Escondido; Odiseo sobre un bote dejando a Laertes y a su madre en la penumbra de un adiós no dicho.

Plutarco Pineda, comerciante y padre de dos hijas y un varón, en quien ha invertido su dinero para mandarlo a estudiar a la capital. Sin embargo, su hijo Luciano no comparte ni sus convicciones pasadas ni su visión de futuro, estos puntos de vista diferentes hacen que Luciano abandone sus estudios y desestime las propuestas de negocios de su padre. Plutarco, a pesar del desencanto por la partida del hijo, se encuentra en una espera permanente por el regreso del hijo pródigo. En una mezcla de flujo de conciencia e introspección Plutarco cree que su hijo piensa que el mundo que los padres heredan a sus hijos debe ser cómodo; Plutarco llama a los hijos invitados traídos al mundo a través de un acto sagrado; sin embargo, esta expresión puede tomarse como una ironía frente a la actitud de desencanto de su hijo: 

Para muchos (quería pensar: Luciano) hay la obligación de entregarles un mundo lavado y planchado que ellos puedan ponerse cómodamente, sin afrenta ni asco. Ellos iban a venir: los invitados. Debimos saberlo. Desde siempre, desde el primero de nuestros días debimos estar preparándonos, purificándonos para el sagrado engendramiento. Los invitados. Eso creen. Eso piensa: que son sagrados; que no debimos mancharnos; que no debimos llamarlos. (p. 67)

Plutarco no es un Laertes del todo orgulloso, es un padre en conflicto que se muestra ambivalente con sus sentimientos hacia Luciano el hijo, Luciano el enemigo inseparable, amado con todo el poder de la desesperanza (p.45).

Con Plutarco el mito del viaje de Odiseo, toma otro giro; pues ya no es el hijo quien regresa a al hogar, es el padre quien sufre encarcelamiento por el hijo, es el padre quien empeña las escrituras del terreno que por años ha guardado para venderlas al proyecto del canal, es el padre quien toma ya no un barco sino un vuelo de Blufields a Managua para intentar liberar y traer de vuelta a su hijo; es el padre quien aguanta reproches y humillación por no haber criado y educado a un buen ciudadano para la patria: “−Es un animal. Usted hizo un animal−” (p. 247); es el padre rechazado por el hijo: “Hay un Luciano Pineda pero no es su hijo” (p. 245). Plutarco es quien regresa al hogar con el cadáver de su hijo preguntándose si esa tierra que ve por la ventanilla “agrandarse y extenderse hasta perder su orgullo” ¿es esto?, ¿es esto lo que él viene a recuperar? (p. 277). No es un Laertes que Odiseo sorprende en su casa de campo, es un hombre que ve el ataúd de su hijo encogido en una de las sillas prestadas por los vecinos. El reposo de sus piernas y brazos cruzados no es el de un hombre sentando en un mueble inventado para el descanso (p. 275).

Por otro lado, cuando Plutarco lleva a su ahijado César Barrantes con él, sin darse cuenta está buscando el hijo ausente; aunque en primer lugar está el rechazo innombrado a la propuesta de Marcelo Barrantes: “¿Por qué no te lo llevas? (Pineda repitió la ansiosa contracción de las comisuras, esta vez muy abiertos los ojos en los que mostraba su aterrado y colérico rechazo)” (p. 69). Sin embargo, lo lleva con él y una vez en Blufields le pregunta a dónde vas y César responde no sé, Pineda le contesta Primero vamos a tomar café (p. 99). Cuando Plutarco es arrestado, César se encarga de llevarle comida, ropa al salir de la cárcel, de mantener informadas a la esposa e hijas de Plutarco; de cobrar el dinero que Téodulo le debe a su padrino y hasta de cobrar la afrenta del embarazo de una de las hijas, situación que lo lleva a la muerte. En este aspecto, aunque muy distantes se asemeja un poco a la historia de Ulises de Joyce cuando Bloom toma bajo su protección a Dedalus, este último el alter ego de Joyce y que a la vez representa la figura de Telémaco, hijo de Odiseo y quien han crecido sin el amparo de un padre. La relación entre Plutarco y César está determinada por una tradición católica a través de la cual el padrino por confirmación es testigo de la fe del otro, además de comprometerse a ser ejemplo de moral, se establece así un vínculo casi filial entre padrino/ahijado. Plutarco hace una trasposición del hijo y del ahijado cuando llama a César por el nombre de Luciano: “Desde la cocina oyeron que el hombre llamó con fuerza de sobra para que el nombre retumbara por toda la casa: “¡Luciano” !, lo que de inmediato rectificó con mayor urgencia, llamando a César” (p. 231).

 

Los invitados (p. 67).

En esta historia contemporánea en donde el mito de Odiseo con respecto al reencuentro entre padre e hijo; tanto Luciano como César son una especie de antihéroes, se debaten entre sus conflictos internos por pertenecer a un mundo que no aceptan, que no ven como propio, que los excluye por su formar de ser y de actuar; por lo tanto, deciden abandonar el hogar con un sentimiento de desencanto, sus padres representan la vida que no quieren vivir. En César vemos la renuncian a la tradición de los roles impuestos y al estereotipo que define al hombre por la cantidad de alcohol o mujeres que tenga y en el caso de Luciano, vemos apego a las raíces y más que nacionalismo la búsqueda de sí mismo a través de los viajes que lo llevan a la itinerancia. Ambos regresan al seno paterno, pero ya muertos. Esos “invitados” finalmente reposan en la sala de Plutarco Pineda, un Laertes abatido en medio de una tierra llena de utopías donde no hay cabida para Odiseas.

Luciano representa el desencanto por la actitud pasiva del padre frente a lucha guerrillera de Sandino, la búsqueda de la justicia social a través de la guerra antidictatorial con su enrolamiento en un grupo de jóvenes guerrilleros, el apego a las raíces como una forma de oposición a la intervención extranjera, la itinerancia del hombre en la búsqueda de sí mismo; el conflicto del “yo” ante un mundo que no lo siente propio. El cuestionamiento a las estructuras lo inicia en la escuela, en la casa, en sí mismo al cambiarse el nombre de pila y más adelante el cuestionamiento a sus compañeros de la columna guerrillera por los nombres extranjeros que ostentan: “Y no te da vergüenza hijo de la gran puta tierra que te parió” (p. 167) le increpa a Chester P. Latimer cuando este le dice que Chester es por el aviador y la P. por Pablo como su bisabuelo. 

Faltaban uno o dos años para que el muchacho se diera otro nombre, inventado, ilegítimo, porque en el acta de nacimiento y en la fe de bautismo había quedado registrado como Ronald Pineda Obregón. Hasta que un día dijo que se llamaba Luciano, y se negó a oír cuando decían Ronald y escribía Luciano en sus cuadernos y dondequiera que podía. (p. 18)

Luciano, un Odiseo desencantado por el padre y por sus compatriotas quienes no fueron capaces de ponerse en un bando ni en otro durante la guerra de Sandino, espetando al padre con un “Ustedes, los que no siguieron al hombre. (…); ni siquiera enfrentaron a Sandino como a un enemigo. (…) Ustedes, mira la gente, zambullida en la bestialidad, a veces hasta alegre de vivir en la derrota” (p. 21). Plutarco, un Laertes desarmado frente al hijo evadiéndose tras un epíteto de Un bandolero para Sandino.

Para Plutarco la itinerancia de Luciano nada tiene que ver con el heroísmo sino con el desarraigo y el amor al oro. Luciano no regresa a la escuela, Luciano se va a trabajar a las minas, Luciano se mete a la guerrilla y se va a la montaña a una guerra que apenas comprende. Para el padre representa más bien un medio de escape, una huida sin honor:

Es como si huyeran de un incendio en el que se está achicharrando su madrastra, o como si los hubieran parido gitanas de las que heredaron la sed de viaje pero no el orden y la comunión en el trabajo y las vicisitudes de la tribu (p. 52).

La batalla que Luciano está decidido a dar es contra el mundo que le tocó vivir, atropellando en el camino el sacrificio de sus padres, que para él no representaba más que una vacía urgencia de aparentar lo que no son frente a un mundo que los devoraba, ni la venta de la casa para pagar sus estudios le hizo mostrar un gesto de agradecimiento: “Se negaba a hacerlo, por el propósito del supuesto sacrificio: no era su educación, sino su educación en determinado sitio, en determinada compañía, ajena y enemiga de su condición” (p. 139).

Su renuncia para regresar a terminar su bachillerato, lo lleva de nuevo a emprender el viaje, esta vez a los minerales de Siuna. La espera del padre durante dos años se convirtió en una espera a veces rencorosa, a veces mitigada por un falso olvido, o iluminada por la absolución (p. 142); a diferencia de Laertes que apenas si recibió noticias de Odiseo; Plutarco aminoraba su tristeza por dos cartas lacónicas que envío Luciano de Siuna. Al cabo de “dos años y dieciocho días” (p. 143), tenía al hijo sentado en el sofá relatando los horrores que vio en la mina, hasta que nuevamente decide irse o regresar más bien, a su vida itinerante sin saber a qué lugar exactamente lo llevaría esta vez: “Sí. Salir. Tengo el dinero necesario para llegar… no sé dónde, pero lejos de aquí” (p. 144), ni el mismo Luciano sabe cuál será su nueva Ítaca y se marcha a pesar de la propuesta del padre de montar un negocio, pero su hijo lo que busca es la distancia física porque el vínculo sentimental o filial, ese ya está roto a pesar de la esperanza del padre; Luciano ve en el padre la propia miseria del país, la vergüenza y la humillación del subyugarse al “hombre”: 

Dijo que se iría de donde un hombre en uso de sus sentidos no podía tener más que vergüenza; no sólo la vergüenza revivida, sino la humillación actual, insalvable, de vivir entre un millón de cínicos que, obedeciendo a lo que no era decreto sino fuerza bruta, habían aprendido a llamar con cariñoso síncopa al cínico mayor que durante tantos años (sin contar los que faltaban) los había escarnecido dentro y fuera de sus casas. (p. 146)

Lo anterior representa otra ruptura al mito de Odiseo, Luciano se va del hogar que representa un paralelismo con la patria, aborreciéndola. 

La itinerancia de Luciano lo lleva a enrolarse en una columna guerrillera que opera entre la frontera norte de Nicaragua, compuesta por muchachos que fluctuaban entre los dieciocho y los veintiséis años de edad (p. 158) y, dejados prácticamente a su suerte por los reclutadores.

Finalmente, Luciano regresa, pero obligado por los guardias que lo capturan y lo llevan a Managua. El encuentro con el padre sigue teniendo el mismo tinte de desconocimiento filial, cuando Plutarco lo busca por todas las cárceles de Managua y cuando al fin lo encuentra en La Aviación y pregunta por un Luciano Pineda se tienen que engullir un Entonces será que no quiere verlo, porque él dice que es solo (p. 245). El encuentro entre padre/hijo se torna oscuro, no es el mítico reencuentro entre Laertes y Odiseo que cuenta Homero; sino que se acerca más a la versión de Kazantzakis en donde Odiseo no quiere ver a Laertes. Luciano a través de las rejas recibe a su padre de una forma fría y distante, mientras que Plutarco tuvo un inflamado deseo de colarse entre los barrotes y en un abrazo absorber el zumo de la agresividad reunido en las trazas de Luciano (p. 248). La próxima vez que Plutarco ve a su hijo es ya muerto. El padre regresa con el cadáver del hijo a la casa, a la tierra indómita que Luciano por voluntad propia abandonó.

Decimos que la historia entre Plutarco y Luciano se asemeja más a la historia contemporánea de la Odisea contada por Kazantzakis por cuanto nos relata Castillo (2006): “no asistimos a un reconocimiento emocionado y afectuoso (…). Laertes y Ulises no hablan entre ellos. El hijo hasta siente disgusto por la vejez y enfermedad del padre” (p. 207). El encuentro en la cárcel se asemeja a los versos de Kazantzakis, sobre todo en la actitud de Luciano:

    Mas el hijo, con mirada fija despiadada, largo rato inclinado contemplaba

    ese cuerpo flácido que una noche, en plena juventud,

    cogió en sus brazos a su virgen pareja y engendrólo. (Odisea K, I, 570-578)

 

La otra historia, la de César, la oveja negra de la familia Barrantes; entregado por su padre a Plutarco a quien le transfiere la responsabilidad de “enderezarlo al buen camino”. Rompe el molde del prototipo de hombre de campo y asume roles sociales impuestos a las mujeres como “barrer la casa de la Viqui”; el viaje de César inicia con los paseos nocturnos en lugares no apropiados, las escapadas de la escuela con un amigo y el horror al acto innombrable de la homosexualidad que se deja entrever en las suposiciones del padre al ver los libros y cuadernos abandonados bajo el sol, entre el zacate, revueltos, los forros entrecruzados en repugnante promiscuidad (p. 58).

César pensaba de su padre viejo cobarde. Ni pudo sacar la pistola. Le temblaban hasta los pelos (…) (p. 61), cuando Marcelo intentó sacarlo de casa de la Viqui. Contrario a Odiseo con Cirse, César no ve en la Viqui una influencia negativa que lo retenga contra su voluntad, sino más bien el reconocerse en el otro cuando dice: “Era yo el que estaba haciéndole compañía a un condenado, que también me hacía compañía” (p. 72); la Viqui y César son personajes que representan la exclusión de la sociedad por motivos de homosexualidad, sin embargo; ambos se apoyan y se reconocen, establecen una lucha inconsciente contra el conservadurismo de la época.

De su padre, César no vuele a tener noticias una vez que parte con Plutarco hacia Blufields, ese será el último viaje mítico que emprende. Es aquí nuevamente, donde hay una transposición de personajes, Plutarco asume la posición de padre sin saberlo y a la vez César, se hace cargo del padrino cuando este es encarcelado por culpa de las andanzas de Luciano; colocándose en la posición de ese hijo ausente: “La tercera vez fue César quien se presentó en el cuartel, sin que nadie se lo pidiera, al parecer más urgido que la familia de Pineda” (p 118). Este cambio de padres marca el destino de César pues a partir de este momento, todas sus acciones giran en torno a Plutarco, lo que lo lleva a la confrontación con Teódulo por el dinero de las ventas y al fatídico encuentro con el sargento Gómez, responsable del embarazo de Amanda, una de las hijas de Plutarco. Cobrarse esa afrenta intentando sacar a bailar a una mujer ya elegida por Gómez, fue el fin del viaje al cual se embarcó el hijo de Marcelo Barrantes días atrás.

Aún con la muerte César no saldó la cuenta con sus padres, o más bien sus padres; no se atrevieron a ir por el cadáver de su hijo, sino que quien llegó a traerlo fue su hermano el teniente Salvador Barrantes porque quizás este último los detuvo a medio hacer el equipaje, y ordenó que lo dejaran solo en el arreglo de la última vergüenza desatada por César en su muerte (p. 280-281).

A los invitados los cubre la muerte, comparten el espacio del hogar del cual Luciano quiso huir pero que para César representó una breve estancia sin que su entredicha homosexualidad fuera el tema central de conversación. Ambos son un solo cuerpo, ambos murieron de amor a sí mismos, ambos son asesinados por la dictadura que simbólicamente representa lo impuesto, la subyugación a las estructuras y al poder. El “pueta” descalzo lo describe así: Sí, sí, murieron de amor. (…) Los mató la guardia por andar creyendo. Dónde está la ley. Dónde la leyenda con sus humos de razón. Como quien dice: murieron de creer (p. 280).

 

¿Te dio miedo la sangre?

En ¿Te dio miedo la sangre? se cuentan 6 historias que se entrelazan a través de las experiencias compartidas de sus personajes. De manera particular nos centraremos en la historia que cuenta la odisea que emprende el hijo del indio Larios para traer el cuerpo de su padre desde Guatemala para enterrarlo en León. El mito del regreso se invierte, ya no es el hijo quien viene de su viaje sino el padre quien regresa, pero muerto y convertido en un héroe sin gloria a su patria, a la espera está Aurorita Aguilar en León, una Pénelope con su amor a toda prueba y es ella quien envía a su hijo por el cadáver del padre. Telémaco, parte no en un barco sino en un camión atravesando tres fronteras y trayendo los restos de su padre.

El indio Larios, un ex guardia que sirvió al hombre y luego de haber montado un complot para matarlo se dio a la fuga por la traición motivada de haber derramado una sangre masona igual a la de él, y para lavársela, se volteó (cap. II: p. 46). Un hombre convertido en opositor, complotista que incursiona al país en distintas ocasiones pero que no es atrapado. Padre de varios hijos a quien les pone el nombre de próceres latinoamericanos dejando así entrever una ferviente creencia en los luchas nacionalistas y libertarias. Exiliado en Guatemala, sufre un desarraigo forzado porque en Nicaragua es considerado un criminal.

Bolívar, el hijo que Larios ha dejado en Nicaragua bajo la tutela de su madre; es un Telémaco contemporáneo esperando al padre, pero a diferencia de este, es él quien emprende el viaje hacia Guatemala en busca de su padre: 

Al dejar atrás el cruce de la carretera hacia la Paz Centro, el muchacho vuelve a golpear sobre el techo de la cabina para anunciar que el ataúd se ha soltado otra vez de las amarras (…), y Bolívar camina dócil detrás del hombre requeneto (…) y maldice contra la desgracia de los mecates que les vendieron en Guatemala como sondalezas, y no sirven para apersogar un perro. (cap. VI: p. 132)

El viaje de Bolívar por el cadáver de su padre dura varios días y en la travesía se encuentra con diferentes peripecias que sortea como un Odiseo en el mar, así se tiene que enfrentar a trámites y dilaciones, porque no era fácil andar de frontera en frontera con un muerto; atravesar El Salvador, rodar por gradientes (…) llegar al fin a Honduras… (cap. VI: p. 133)

El indio Larios, esperando inmutable en el ataúd durante dos días en el Espino Negro la orden de Managua para dejarlo entrar o negarle la llegada a la patria. El hijo casi suplicando a otro hijo: el hijo del hombre, apelando a su antigua conexión con la dictadura:

    Suplícole encarecidamente nombre mi familia y mío propio

    Autorización ingreso territorio nacional cadáver mi padre

    Exoficial G.N. Alberto Larios punto Quedamos de antemano

    Muy agradecidos. (cap. VI: p. 134)

A consideración de algunos, el indio Larios, es un ángel caído de la gracia de el hombre, para otros un héroe que buscaba la liberación de la patria, para Bolívar: un padre ausente.

El padre como mítico héroe debía ser traído a su patria y le correspondía al hijo cargar con esa responsabilidad y así se lo hizo saber su madre: “Aquí tenés, pues, esto era para la harina, pero ya arreglé que este mes me van a fiar la harina. Ahora, andá buscá cómo hacer viaje” (cap. VI: p. 136).

Es el hijo quien prepara el cadáver del padre igual que el Ulises de Kazantzakis quien prepara a Laertes con los ritos tradicionales para su sepultura. Bolívar a quien el exilio le negó la posibilidad de crecer al lado de su padre, toca su cuerpo por última vez y lo siente ajeno:

(…) comprobaría sin asombro que por primera vez en su vida tocaba al extraño que había sido su padre, el desterrado conocido solo de oídas a través de las perennes exaltaciones de ella, la sombra clandestina que le había ordenado, desde lejos, bautizarlo con el nombre de Bolívar. (cap. VII: p. 155)

En esta odisea, Bolívar descubre la otra vida del padre, su otra familia y sus otros hijos bautizados con nombres de próceres como él mismo (Cap. VII: p. 156). Carmela Dardón Molina su otra esposa de quien podríamos decir que es una Calipso quien lo seduce y lo retiene por años en su fábrica de piñatas.

El padre que, a pesar del exilio, desencanto, la pobreza y el olvido en que se fue sumiendo después de ser un famoso fugitivo guerrillero mantiene incólume su amor a la patria y a los símbolos que representan ese sentimiento: 

(…) y en la pared sobre las rugosidades y las salientes del ripio encalado, una bandera de Nicaragua fabricada del mismo papel crespón de vestir piñatas, el escudo triangular con la cadena de volcanes al medio de la franja blanca, hecho de envoltorios plateados de cigarrillo (cap. VII: p. 158)

El mismo nacionalismo que le orilló bautizar a sus hijos como Bardo Rubén Darío, Heroína Rafaela Herrera, y al hijo que ahora busca su cadáver como Simón Bolívar quien, avergonzado por los vituperios de sus compañeros de escuela, optó por el Bolívar, a secas. Y frente a los dos hermanos menores, agradeció al padre que lo librara del Libertador.

Larios, el padre; nunca perdió la esperanza de que usted en persona iba a venir a llevárselo, ya muerto (cap. VIII: p.175); convirtiendo así a su hijo en el Libertador que lo retornaría a la patria. 

El legado que el padre deja a Bolívar es una colección de cartas en un tomo enmohecido encuadernado en tela roja, la pasta marcada con letras góticas doradas (cap. IX: p. 191). Sin embargo, Bolívar no recuerda haber recibido ninguna de estas con el encabezamiento de ¡Hijo mío! Esta será la forma en que el padre busca perpetuar su hazaña en el hijo, Bolívar representa a los jóvenes del futuro que deberán granjearse una patria libre: “(deseo que a través de ti las generaciones futuras lleguen a saber que mi rebelión de 1941, (…) se debió a mi deseo de preservar en nuestra patria la alternabilidad en el poder y hacer respetar la pureza electoral)” (cap. IX: p. 191). Escribe a continuación un decálogo del buen ciudadano que inicia con Primero: amar a tu patria como a ti mismo (…)

Bolívar dio cuenta del resto del archivo durante su travesía por Honduras al soltar la hoja de un cablegrama dirigido a Mr John F. Kennedy recordándole su promesa de mano dura contra los dictadores, tras de está hoja siguieron las demás para que el viento se las arrebatara. 

Finalmente, el indio Larios es enterrado en León sin pena ni gloria por un grupo pequeño de acompañantes y de su hijo quien con la mano puesta sobre el tubo ardiente del costado de la peaña ve a un hombre empequeñecerse mientras lanza un discurso al vacío.

Jacinto y Pilar Choza (1996) a través de un análisis han identificado al menos 28 aspectos que pueden ser compartidos por los Ulises contemporáneos, el mito de Ulises en la Odisea para Pilar Choza (1996) significa “una secuencia unitaria, las encrucijadas de la existencia humana; los momentos claves en que el hombre se expresa, se delimita, se autointerpreta, se comprende, toma posesión de sí y busca en los demás el reconocimiento de su ser” (pp. 13-14). Entre otros aspectos que señalan los autores encontramos los siguientes en la historia de Larios:

  • Tener que salir de la patria y del hogar: Larios sale como fugitivo de Nicaragua, abandona a su esposa en León y a sus hijos.
  • Tener que estar lejos por largo tiempo: Larios muere en el exilio sin poder regresar a la patria, él rechaza volver y se queda junto a Carmela en Guatemala trabajando en su fábrica de piñatas.
  • Superar terribles amenazas de destrucción y muerte: Larios huye de Nicaragua y es buscado como un traidor.

 

A modo de conclusión.

Las historias que hemos seleccionado de ambas novelas tienen un elemento común: el reencuentro entre padre/hijo como un paradigma contemporáneo de uno de los mitos de las aventuras y de la vida de Odiseo. Sin embargo, en estas el reencuentro se convierte en una especie de desencanto, de desconocimiento a las estructuras de autoridad y poder, de distancia a la figura paterna y del legado o transferencia que estos quieren dejar a sus hijos. Las brechas entre padres e hijos se acrecientan con las decisiones que cada uno toma. 

Los viajes son simbólicos porque el verdadero viaje es la búsqueda de sí mismos, el descontento del “yo” frente a un mundo que lo sienten ajeno, que no les pertenece, que no les entiende porque han optado por un futuro diferente, a veces sin brújula, sin una Ítaca a la cual llegar.

Los Laertes modernos, están anclados al pasado, aún creen que sus sueños pueden convertirse en realidad y si no, al menos; sienten que pueden legar en sus hijos esas luchas inconclusas. Esperan como Laertes en sus islas la llegada de los hijos como héroes en quienes el futuro deje de ser incierto; pero no lo consiguen porque estos Odiseos han decidido navegar y aventurarse lejos de la Ítaca soñada por sus padres.


 

Referencias bibliográficas

Castillo D, M. (No. 487: 2003). El mito de Odiseo. Atenea, Universidad de Concepción, Chile.

Castillo D. M. (No. 25: 2006). La Odisea en la Odisea: ¿Cómo murió Laertes? Byzantion Nea Hellás. Universidad de Chile. 

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