Hierba

Ofrecemos un cuento inédito del autor de Fatboy Volumen.

Fotografía de Ernesto Castro Mora, artista invitado en este número (ver galería).

Pequeños fragmentos de luz, sobre el estanque de cemento, al fondo de la casa. Allí, de pie. Te retirarás del marco de la ventanilla, con la sensación sorda y lancinante de haberlo sentido todo, en ese mismo lugar. Ya has retornado a la casa que habías abandonado treinta y tres años atrás. Allí. Piensa en mí cuando regreses. Ya accediste, ya aceptaste, ya eres simplemente otro pensamiento regresado. Breves frases, y fragmentos de luz sobre el mismo estanque, horas, en tu antigua casa, donde alguna vez te escapaste de ahogar, quizá cuando ningún familiar te vigilaba. ¿Había alguna vegetación acordonando esa gigantesca olla de cemento, ya desperdiciada por el abandono? No, no te confundas, le dices a tus ojos en el cristal, no estás desperdiciado. Te retiras del marco de la ventanilla, pero espías junto a otros cristales, de otras aberturas, el vidrio de la puerta corrediza, quizá aparezca, allí, un hombre, una mujer, treinta y tres años más liviano. Ahora no recuerdas tu llegada al lugar. Tus ojos, frente al cristal, vacíos, umbeliformes, la vegetación misma, acompañada de toda esa madera allí reunida en tu casa, como una asamblea de síndicos mudos, de hechiceros, que sin palabras ya no tienen ningún truco. ¿Quién había sido el último en morirse? ¿Alguien había muerto? ¿Quién faltaba en tu casa? Todavía estás tú, ahora. Eres el cuerpo resistente, el hombre del día final, el pensamiento cobarde. La bruma del océano lustra todo el territorio canalero. Esta luz, poco blanqueada por el sucio himeneo de las nubes. No recuerdas tu llegada a Comodoro Vanderbilt. Estas partículas de polvo, que flotan, flotarán, bajo tu aire rancio, movidas con cierta estrictez por tu mano al desplazarse en búsqueda del cigarrillo, por tu pie, que apenas balbucea en el piso sin despegarse en verdad de tu cuerpo. ¿Tienes un pie independiente? ¿Habías venido por la muerte? ¿Quién había muerto? Alguna madre, algún padre, o alguna hermana o tía, la última figura, que quizá deseó que volvieses para reclamar lo que no sería tuyo si la muerte no te llama. ¿Alguien había muerto? ¿Te entregaban las llaves de una casa, abandonada, que ahora estorbaría el carnívoro negocio inmobiliario, el decorado de una plaza, la aduana canalera? ¿Faltarían hangares, que el terreno ocioso de tu casa podría suplir? Ya estabas aquí. Habías regresado. ¿Faltaban voces, sombras desplazándose por el pasillo o la habitación, donde habrías dormido con miedo antes? ¿Ya habías dormido allí? ¿Faltaba el perfume, la bilis, el tabaco, de los hombres culpables de la vida en el canal? ¿El decorado interior, cómo era, ya que estás parado aquí? Bruma, rancia, con su gesto lenitivo. Treinta y tres años. Te habías marchado a Walkertown. ¿Habías huido? ¿O te habían expulsado? ¿O te habían expulsado al ofrecerte una excusa, alguna carrera en Walkertown, que sabías que convertirías en huida? ¿Puedes huir, victorioso, en medio de la expulsión humillante? No. De las horas, de los nombres, de estas horas, de estos nombres, y su brujuleo marino en tu carne, no se puede huir. ¿Te avisaron que habías muerto? Quizá no es más que tu nombre eso que han horadado en el cemento. El cemento nunca está fresco, no como la cara de la piedra en el filo de cualquier montaña, que sin moverse siempre está fresca. Había un patio, allí. Se esparcía desde el vértice del estanque, en todas direcciones, y siempre aparentaba estar mal enjardinado. Pienso en mi nombre, y concluyo que podría caber en un jardín, que estaría fresco, sin ser nunca dicho. Pienso en tu nombre que es continuación del mío, y no logro recordarte, a mí, que soy de tu carne la primera de las esquinas. No habías consultado con nadie al regresar a tu antigua casa. ¿Había sido la llamada de un abogado, el mensaje sobre unas llaves y un timbre fiscal, el tedio, la molestia, la burocracia de morir? Administrativamente, apenas servías para rellenar una de esas casillas. El océano, mueve tu esternón, el océano, y su franquicia de sal sobre tu casa, aplastada, respira esta sal, aplastada por un timbre. ¿Quién te había llamado? ¿Un abogado? ¿Un secretario, o procurador? Aló, hay una casa esperando por usted, ¿será rematada?, será rematada, ¿de quién es esa casa? ¿De quién? Luz, apenas solar, que bañó treinta y tres veces los nombres de los objetos que te reemplazaron. Allí, junto a esa mesada blanca amarmolada, un pimientero ya herrumbroso. Desde el punto de vista de la luz, apenas solar, eres la pimienta, escondida en el pimientero de metal. ¿No te dolía la muerte del familiar que te convocó aquí? No fue una convocatoria correctamente agendada, es cierto. Había un patio, allí, donde mirabas. ¿Quién había muerto? Visto desde tu perspectiva, en la luz apenas solar iban la hierba y la piedra, el cemento del estanque y el reglamento del abogado, el chile y tu timbre. ¿El muerto, tenía testigos? Era una mujer, parece. La hierba en la superficie del sol, ¿cuánto duraría? La madera del alféizar, vas a tocarla con tus dedos y vas a hallarla escarolada por treinta y tres ciclos de sequía y humedad. Era una mujer, según. Tengo la tentación de preguntarte si la conoces, o si sólo conoces esta ventanilla, a punto de ser nuestra. La muerte, en la superficie del sol ¿cuánto duraría? De acuerdo al abogado, era una mujer, y de acuerdo al perfume de la casa, era la madera o el jardín. De acuerdo al océano, era la hierba, aplastada por la sal, canalera. Ya retornas. En la bruma la luz, sarrosa, de Comodoro Vanderbilt. Ya te tragará la casa, las llaves en el llavero de la muerta, el timbre de tu voz, con su embarazo, vegetal, solar, multíparo. ¿Quién había muerto? ¿Llevas un mensaje? Contempla tu casa, por última vez. ¿Era una mujer?