La acción y el repliegue: poemas escogidos

Selección a cargo de Víctor Ruíz. Incluye piezas de su último libro, merecedor de un importante premio en Perú.

Fotografía de Alain Pallais (ver galería completa).

 

De etapas del espíritu / runas grabadas en la piel (2017)

 

 

 

—una noche descubrí que bajo mi cama

había pequeñas ciudades azotadas

por un dios con traje oscuro—


 

entonces mi alma ya llevaba su subsuelo.
Fiódor Dostoievski

 

 

de niño siempre detesté los rompecabezas.
en cambio, me agradaban los bloques de plástico.
ese plano frío, recto, de los rompecabezas me hastiaba:
las figuritas que se despellejaban con facilidad,
el olor a madera barata, el diseño burdo.
con los bloques era distinto.
lo primero que construí
fue una especie de edificio alargado.
estaba en compañía de mi hermano mayor, recuerdo bien.
mientras yo construía, él me iba contando una historia.
me decía que muchos esclavos estaban sufriendo;
que el rey de mi imperio era implacable
y exigía más hombres, más decesos.
para cuando terminara,
aquel edificio (era una torre)
quedaría maldito para toda la eternidad.
en su base descansarían huesos mezclados con arena y marfil.
de noche aullarían los espíritus cerca de las ventanas,
y el rey no podría pasar más de una hora en aquella estancia.
al terminar, mi hermano depositó sus ojos en los míos:
«felicitaciones, has construido tu primera soledad».
 
A Selenco Vega Jácome


 


 

—ese acto de abandonar la primera burbuja

para absorber el aire que despiden las hiedras—

 

 

como antes o siempre
alcanzamos a gustar de este idioma perdido.
Enrique Verástegui

 

 

escribí mi primer poema a los 17 años.
ya iba a la universidad y me sentaba detrás de una muchacha silenciosa
que vagaba entre lecturas obligadas y películas de culto.
yo conocía algunos detalles de su vida:
que no le agradaba tenderse en el césped,
que jamás iba al comedor a mezclarse con los gusanos,
que se avergonzaba de sus esporádicas sonrisas,
que le había dado la espalda a todo entendimiento humano.
ella solía levantarse a duras penas para asistir a clases,
se duchaba pensando en las amplias posibilidades estéticas del cine,
comía una fruta pelada
y olvidaba beber el café en el que terminaba nadando una mosca.
así llegaba al aula,
con la mirada perdida bajo el rímel y los lentes de marco violeta,
a introducirse en mi ángulo de visión,
presa ignorante de mis deseos insatisfechos,
pieza fundamental de un nuevo infierno
cuyas puertas yo atravesaba por primera vez.
en aquel poema había fuerza, pero no técnica;
había sangre, pero no vértebras.
sin embargo, aquella sangre manó durante varios meses,
irrefrenable, animal,
hasta que descubrí que la poesía no era un diván
en el que podía poseer a la dama de mis sueños,
o exponer mis cicatrices a la espera de alguna sombra salvadora.
cuando comprendí esto y quise hablarle,
ella pasó a la siguiente etapa:
desde hacía algún tiempo caminaba de la mano con un guitarrista underground
que la llevó a conocer sus primeros campos de cipreses.
así fue como alcancé a gustar de este idioma perdido.


 

 

 

—breve conversación con el maestro,

donde reafirma que vida y escritura son indesligables—

 

 

puedes escribir adelante o al reverso:
ambas caras te contarán lo que sucedió.

 

 

el maestro dice que en el futuro próximo
un ermitaño de vasta cultura y ademanes opacos
dará a luz un libro que contenga las frases y versos esenciales
de la literatura universal.
yo le pregunto en qué idioma lo escribirá.
el maestro opta por no responderme.
en vez de ello comienza a trazar figuras en el aire:
de sus dedos gotean pústulas semejantes
a un millar de serpientes cíclicas.
«en verdad te digo:
una lira sin cuerdas
parece ser el cadáver perfecto».

A Hildebrando Pérez Grande


 

 

 

antielegía a césar moro

 

 

porque eres un reloj sin manecillas
un bello loto sobre los pantanos.
Piedad Bonnett

 

 

la vida escandalosa de césar moro
fue tan escandalosa como la vida monástica de los moribundos lectores de poesía.
él amó con un amor sin género posible.
él amó a la vía láctea y sus fluidos.
él amó las escorias impuestas a su cuerpo, a su idioma, a su deseo.
es indudable que llevó una vida escandalosa y desangrada
entre los pasadizos de su memoria de hilos dorados.
indudablemente bebió también de la enfermedad mental más perniciosa
y optó por limarse las uñas, sometido a una dulce espera en la que decidió mutar de nombre
y dibujar las cartas que habrían de convertirse en su temprana radiografía.
deberíamos leer tan solo una línea de su poética,
aspirarla y devorar sus bordes, como las bestias de la noche que nacen a sorbos
y buscan en el pentagrama hilado por las estrellas
un símbolo que los acerque al manantial soñado.
deberíamos llevar vidas escandalosas para nosotros mismos,
sin autofotos ni ropas coloridas que invadan nuestra cada vez menos perfecta soledad.
bien valdría la pena extraviarse en aquel bosque de palabras.


 

 

 

antielegía a charles bukowski


 

no te gustaba despedirte,
sino ser destrozada por la pluma del amor.
Roger Santiváñez

 

 

era una de esas chicas que le agradaban a bukowski:
ebria, sexual, transparente.
poseía la fortaleza de los robles en otoño
y había adquirido la costumbre de rasgar los ropajes del silencio
con su verbo incontenible.
allí estábamos, pidiendo un chilcano primero,
dos heladas después, antes de ser expulsados del local por falta de quórum.
más tarde arribamos a un barcito lumpen,
luego de andar como dos vagabundos
que desconocían la particularidad del hielo.
en esa entraña de la ciudad
ella continuó desplegando su retórica,
trabajando sus párpados sin descanso,
señalándome el inequívoco camino del baile.
cuando algunos borrachos se acercaron a ofrecernos sus desdichas,
nos hicimos pasar por esposos.
entonces tuve que levantarme y seguirle los pasos
a aquella hembra de senos poderosos,
redonda como una bellota en celo.
quedé en ridículo al no poder seguir su marcha:
se movía como la mejor danzante de alguna civilización olvidada,
uña y carne junto a su dios báquico, casi inmortal.
al finalizar la pieza nos besamos,
porque una vez acabado el ritmo
volvíamos a ser aquellos dos inconsolables extraños
que al fin habían decidido conocerse por un augurio de la poesía
y la revolución tecnológica.
ya era de mañana cuando abandonamos el bar,
y otra vez erramos en busca de un taxi
que nos llevara al centro exacto de nosotros mismos.
ebrios, sexuales, transparentes:
así nos recuerdo en aquel único encuentro,
hoy enterrado por las clases de derecho penal
y las lecturas de césar moro a las tres de la madrugada.
luego detuvimos un taxi módico y nos subimos a él.
allí nos arrastramos como dos amebas
que necesitaban devorarse una boca de la que carecían,
un cuello del que carecían, una identidad definida.
porque nunca fuimos a mirar el mar
como los perfectos románticos que negábamos ser.
tal como le hubiera agradado al viejo bukowski.

 

 

 

 

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me dijo que, de todos los caracteres,
sus preferidos eran los puntos suspensivos.
Patrick Modiano

 

 

nos conocimos en la etapa del insomnio y la piel.
esa etapa entre los veinte y los treinta que se extiende como un prado de ceniza,
o un cruel juego de animales que tropiezan a causa de su ceguera
y del brillo que escapa de sus cuerpos.
cómo no recordar nuestras esporádicas salidas,
nuestros torpes abrazos bajo los postes y el ámbar de los parques,
los libros de los que hablábamos embebidos
en aquella diminuta esperanza mezclada con inocencia
que se resiste a morir en los jóvenes que han transitado el averno.
algunas veces visitamos el mar,
con la idea de rodear sus acantilados para despojarnos al fin de toda máscara.
caminar a tu lado era algo así como la cristalización de un viejo sueño
en el que solía adorar a una deidad de rostro oculto,
con el tórax atravesado por clavos.
eras mi frida, mi virginia, mi simone.
eras el olvido y el deseo machacado de un cuerpo
que transparentaba sus huesos morenos y desfallecientes.
varias veces sentí morir a tu lado, porque para andar con un fantasma
se requiere de una sabiduría que los libros jamás enseñan.
eras entonces un árbol despojado de sus años,
los restos de la piel de una serpiente,
el cadáver de un animal varado en la playa al que sus semejantes cubren de arena
para evitar que huya a una región donde vagará eternamente.
hoy tu estela ha quedado regada en mi habitación:
tu manera de andar,
tus besos de niña melancólica,
tus jadeos asfixiados por algún otro al que amaste
y te obsequió un puñado de cartas y canciones signadas por el dolor.
te prometo que nos beberemos una copa de vino
cuando desentierre tus huesos ahora convertidos en palabras.

 

 

 

 

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cientos de olas te acarician
y van a morir detrás de tu mirada,
que parece llamar a los astros con dulzura y rencor.
como una flor de loto abriéndose en el centro del universo.


 

abro los ojos y allí estás.
te veo (te imagino) caligrafiada en la cama,
como el misterio de un territorio en el que, sin saberlo, me he anclado.
te imagino (sí, te imagino)
abandonada a los fluidos de tu cuerpo,
a sus sonidos grotescos pero tan humanos.
¿con quién compartirás en este instante la tortura de las sábanas?
te hablo y no te hablo.
te pienso y no te pienso.
hoy te confundes con esta que duerme delante de mi insomnio.
ya te lo expliqué mientras permanecías en el reino de los vivos,
en una época anterior a la pequeña muerte que ahora contemplo.
pero resulta tan difícil coger al vacío de los cabellos,
oler su perfume mezclado con tabaco,
volver a entregarse a extensas charlas que embellezcan el peso de los enigmas.
los vientos pardos traen tu recuerdo.
se mueven por aquí, entre las cortinas, cerca del techo,
sobre la cálida luz del lamparín rojo.
me acerco muy despacio.
no despiertes todavía.
quiero ver el amanecer a tu lado.
saber si aún es posible que mi mirada recupere el viejo hechizo del asombro.

 


 

 

 

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traducir el silencio es pretender hacer música
donde ya no existen ni la garganta ni el oído humanos.
Blanca Varela

 

 

esa extraña manera en que nos olvidábamos a lo largo de las semanas.
luego una llamada,
un mensaje,
una señal que nos posibilitara seguir viéndonos en parques o acantilados
que despertaban del viejo sueño de la neblina.
y nosotros también parecíamos despertar por unos segundos,
gracias al beso de bienvenida,
sin mirarnos directamente por temor al vacío
o a los fantasmas que poblaban nuestro tacto.
de repente las charlas y los espejismos,
las caminatas sin tocarnos,
las pocas anécdotas que íbamos construyendo
entre risas y disfraces fuera de temporada.
¿a quién quería engañar?
me era imposible despojarte de tus rasgos humanos,
convertirte en un bloque de cemento y arrojarte al río.
acceder a encontrarnos cuando lo desearas
se había convertido en mi ocupación predilecta.
y cuando te veía enmarcada en un fondo sepia,
con la simetría de una pluma que ha retado al viento,
no podía sino callar y acumular ideas
que aspiraban a convertirse en algo menos patético que una confesión.
eran periodos en los que nuestras sombras danzaban al ritmo de las flautas enfermas
y un puñado de voces nos cercaban con su lenguaje incomprensible.
y luego de vuelta al olvido,
esa especie de oruga que trepaba nuestros cuellos solitarios y maltrechos
por las caricias extirpadas.


 

 

 

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¡como si no fuéramos todos unos suicidados de la sociedad!
Antonin Artaud

 

 

/ no somos nosotros los suicidas /
/ es la sociedad la que nos suicida /
/ la que se levanta greñuda y azarosa /
/ a preparar el café matutino para echárnoslo en la cara /
/ la que se cambia de medias /
/ y nos ahorca con el nailon del desamor /
/ la que germina bichos en nuestra cabellera /
/ y divulga el aroma del carbón apagado /
/ ella nos suicida con sus espejos de esmog /
/ con sus dientes de carne y gallinazos /
/ ella nos enferma / nos aniquila / nos seduce con su canto de sirena /
/ deberíamos culparla de contaminar a nuestras familias /
/ de exterminar el cielo de noviembre /
/ solo queremos salir a caminar /
/ sin automóviles ni sicarios apostados en las esquinas /
/ su mirada turbia nos vigila /
/ sedienta y carente de memoria /
/ repetitiva hasta el cansancio /
/ sería ideal pintar grafitis /
/ para burlarnos de sus entrañas /
/ para convertir un trozo de esta urbe de tecnología melancólica /
/ en un espacio multicolor de pesares y emociones /
/ ella nos quiere suicidar /
/ pues démosle la contra /
/ y seamos nosotros los suicidas /
/ por primera vez en toda la historia /
 
A Alan Vega Jácome


 


 

(enfermedad violeta)

 

 

como quien toca la puerta de una casa que se aleja y se aleja.
César Calvo


 

a veces resulta agradable estar enfermo.
 
a veces resulta agradable observar cómo se desvanecen las esquinas de ese mundo cerrado,
en el que parecemos flotar en medio de espejismos y burbujas de aire.
 
y de pronto sentir que una mano levanta nuestra nuca para acomodar mejor la almohada, o traza surcos humildes en nuestros cabellos. es una mano cuyo aroma nos transporta a una época presidida por antorchas y cánticos extraños.
luego vienen los susurros, los vapores del sueño, la sombra de una segunda mano que constata la temperatura de nuestra frente, el rostro inclasificable de un animal piadoso
que ha aprendido a domesticar sus desvelos.
 
es comprensible añorar ese debilitamiento, esos espasmos que electrizan cada célula de nuestro ser y nos obligan, como en una cuna, a rodar de un extremo al otro, alucinantes, fantaseando con enigmas que nos destruyeron o pronto nos destruirán.
 
el cuerpo y su vigencia se cristalizan en la enfermedad.
allí, cerca de un oasis varado entre escorpiones, en una carpa azotada por las tormentas de arena, recordaré las manos fantasmales que alguna vez cuidaron de mi carne y mis visiones.
 
allí confirmaré cuán engañosos resultaron ser los licores de la piel acariciada, el esplendor de los muslos entrelazados pero eternamente tristes.

 

 

 

 

(etapas del espíritu / runas grabadas en la piel)


 

nunca nadie ha escrito o pintado, esculpido,
modelado, construido, inventado,
sino para salir realmente del infierno.
Antonin Artaud

 

 

escritura que sangra, que se contempla en medio de un charco donde pernoctan las flores de plástico, que susurra canciones cuando los animales disecados se arrastran de su sueño intemporal.
 
el alma y el cuerpo por igual, la carne y el espíritu, trazan figuras en las paredes de este recinto. conversan, ríen, beben el líquido negro que escapa de cada rincón, reúnen los fragmentos de un rompecabezas con apariencia humana.
 
hay cientos de fantasmas que reposan en el lecho de las palabras, ese artefacto que con el pasar del tiempo se ha vuelto más y más esquivo. aquí hay voces encerradas, visiones de mundo, versos de ritmo desesperado. todo lo desconocido me alimenta.
 
son desconocidas las páginas de estos pequeños sepulcros. son desconocidas las manos que los mueven de un punto al otro del universo. son desconocidas las serpientes de humo que se disfrazan de cánticos y plegarias.
 
todo lo desconocido me alimenta. esta permanente muestra en la que objetos y estrofas que nadie quiere han ido a parar a mi mesa vacía. este cruel descanso en el que trato de buscar espejismos que me den calcos de respuestas.
 
la carne y el espíritu por igual, el lenguaje y el deseo, con dulzura se recuestan en un prado para contemplar los objetos que han ido construyendo como diligentes orfebres de la nada.

 

 

 

 

De muestra de arte disecado (2016)

 

 

 

a mi padre, para quien el más allá siempre fue un tierno animal de origami


 

no me dices en cuál cielo tienes tu morada
en cuál olvido tu cabeza humana.
Emilio Adolfo Westphalen

 

 

sé que me esperas en la otra orilla.
detrás del lago donde anidan las demás almas.
lejos de la bruma y los aromas terrestres.
los bancos de arena no serán los mismos.
el océano abrirá sus costras de plata clamando tu regreso.
los glaciares, más desnudos que nunca,
descenderán hasta mezclarse con el dolor humano.
pero no regresarás, pastor de águilas y emperadores,
no regresarás.
por alguna extraña intuición, lo sé.
acaso ahora contemplas los límites de este planeta
como si se tratara de un enorme tablero sin ojos ni lágrimas.
acaso ahora encarnas al gran faro del mundo antiguo
cuya destrucción jamás llegaron a conocer los hombres serenos.
has dejado tanto suelo bajo nuestros pies,
tantos fragmentos de vida disfrazada,
tantos baúles empolvados de palabras y hojas de carne.
sé que no podré capturar tus formas
ni recoger los pétalos que lentamente van cayendo de los almanaques.
solo sé de la sabiduría de tus manos,
de la huella irreductible que dejan los dioses al partir.

 
(A Selenco Vega Sánchez)

 


 

 

plegaria del ausente


 

oigo a madre toser.
sus pulmones como grandes hostias
hechas para los labios de la muerte.
(tenue visión de una radiografía
semejante a un demonio acurrucado en un calabozo).
ella se santigua delante de un cuadro sin edad conocida.
su pecho silba agitado y armónico,
haciendo lo posible por no perturbar mis oídos.
(hace tiempo que sabe lo de la radiografía,
lo de mis miedos,
lo de mi condición de animal que percibe la desgracia).
madre narra y custodia mis insomnios.
soy su última creatura,
su feto con camisa y pantalones
aunque eternamente desnudo.
(no tengo cuerpo para sus ojos:
soy solo un latido que la acompaña, que la rodea,
como tratando de apaciguar el temblor de sus pulmones).
la oigo toser con los ojos abiertos en la oscuridad,
murmurando cánticos que inundan las paredes
y se extienden como un velo de aromas rosados.
(quisiera poder gritar y dormir de una vez,
replegarme a su habitación de santos y ropas empolvadas,
saber que ella es inmortal
y no sería capaz de llorar una muerte).
madre abre sus senos caídos y me acoge en ellos.
siento su olor a hierbas y utensilios de cocina,
sus manos de cebolla,
su pecho sibilante pero tranquilo.
es como dormir con el rostro apoyado en el mar.
“descansa en paz, hijo”,
para luego santiguarse y respirar hondo.
 
(A Rebeca Jácome Mallqui)

 

 

 

 

 

poema en el que la muerte emana

un intenso aroma a lodo


 

la muerte se descubre en las cavernas,
en esto que llamamos hogar.
aquí reposan sus gérmenes tibios, sus tentáculos,
su dulce manera de aparecer en los rincones grises.
adopta diversos nombres,
domestica las chispas del fuego que nos ilumina y nos observa,
abre surcos en el pasado,
envuelve nuestros alimentos con su hálito burbujeante.
he oído decir
que es la verdad más poderosa,
que debe ser venerada y temida,
que gracias a ella disponemos de un refugio
construido sobre huesos devorados por la tierra.
algunas noches los hombres más viejos
suelen colocar cráneos vacíos alrededor de las hogueras.
entre murmullos, dicen que las estrellas han cambiado de rostro
y por ello debemos entregarles un presente
que mantenga el equilibrio del encierro.
ellos la conocen mejor que nadie:
varias veces han husmeado sus puertas,
preguntándose cuándo llegará el día en el que compartirán
la quietud de los barrancos.
ella está aquí en este momento, a mi lado,
mientras abro el estómago de una oruga
y unto mis dedos con su sangre.
ella sabe que intento colorear sus mejillas,
que pronto dibujaré sus formas en este muro,
tratando de hallar un respiro que nos separe
o nos vuelva a juntar cuando las hogueras
dejen de observarnos con sus ojos de lince.
 
(A Helen Garnica Brocos)


 

 

 

tú no eres mi chica legendaria…

 

 

tan silencioso soy
que si te hablara
tu voz respondería
con un lenguaje impalpable.
Luis Hernández

 

 

tú no eres mi chica legendaria,
pero aun así continúo recogiendo tus pasos,
como el viento que abraza a los claveles hasta hacerlos rabiar.
no lo eres y sin embargo
he querido imaginar que las estaciones
hicieron mil malabares para recrearte.
(el sol se disfrazó de violento eclipse,
los mares fusilaron sus olas de plástico,
el cosmos le dejó un sutil encargo
a la ciudad amurallada).
tú no eres mi chica legendaria,
pero aun así me distrae sentarme alrededor de una mesa
y oír el coloquio de los castos que arrastran
sus gónadas repletas de alcohol.
ellos me dicen que debería odiarte
como al ángulo más obsceno de mis labios.
ellos me dicen que debería conquistarte
como al rincón más oscuro de mi ausencia.
yo solo me limito a escucharlos,
ensayando una sonrisa que se pierde
en los rostros de la muchedumbre.
(¿cómo decirles a estos seres insomnes
que hace ya tiempo mi traje blanco
alquiló sus fauces a una coraza de tierra?).
entre voces y carcajadas de muertos,
opto por recordarte en la ducha,
quizás mirándote al espejo,
colocándote rubor en las mejillas
y espejismos en los ojos,
acaso buscando en los laberintos de tu cuerpo
pequeños retazos de felicidad.
tú no eres mi chica legendaria,
pero aun así opto por mutilar el musgo que te rodea para colocarte, delgada y cantarina,
en la guirnalda de dudas que he fabricado
luego de recoger poco a poco tus pasos.

 

 

 

 

 

diálogo de oficios ciegos


 

donde el crimen pernocta y bebe el agua clara
de la sangre más caliente del día.
César Moro

 

 

hacer el amor en estos días,
hundirnos en esa membrana líquida, casi transparente,
heredada del primer hombre que tiñó con sus dedos
las paredes de su caverna.
hacer el amor en las oficinas,
profanar con jadeos y rencores velados
esa cárcel o tejido violeta,
colocarnos de espaldas a la realidad
y ser nosotros mismos los espías
que liman los bordes rugosos del deseo y la muerte.
hacer el amor al borde de la agonía,
prescindiendo de agujas y lágrimas,
contando los segundos en los que nos sorprenderá
el violento sol disfrazado de eclipse.
que esto no sea un cadáver de palabras.
acaricia las paredes de tu cuerpo y la piel de tu habitación.
vela a los huéspedes de tu templo
y honra los cabellos del primer hombre
que logró domesticar a sus fantasmas.
que esto no sea un cadáver de palabras.
que el eclipse nos encuentre envueltos
en ese breve simulacro que nos arrebata de todo,
y transforma nuestros balbuceos en bellos jardines disecados.
 
(A Tatiana Mendoza Rodríguez)

 

 

 


 

i

 

 

la poesía como un arte disecado.
como un objeto elegido en medio del caos
para ser preservado en un recipiente de vidrio.
como un animal relleno de voces y plumas
cuyos ojos —aparentemente muertos—
perforan el aire y transforman lo real.
algo así como una dulce taxidermia
de la imagen y el pensamiento.

 

 

 

 

De rumores de un arpa retorciéndose en la hoguera (2014)

 

 

 

ciudad sumergida


 

volví la mirada y eras de piedra.
la sal de los caminos fue para ambos:
la lira, el oboe,
tu sombra y el ruido de la ciudad sumergida.
volví la mirada y eras infinita,
como el triunfo de una risa distante, ritual y profanada.
de piedra también soy,
reafirmado en un vago peñasco,
sosteniéndome en tu sombra de arena,
violácea y cambiante como el frío.
la circunferencia de agujas y giros
te quitó de mi lado, mágica piedra, n
egra y dorada en el reverso del cosmos.
abandonaste tu espejo de grava,
me seguiste bajo la nube que precede a la lluvia,
curaste con tu saliva y tus lágrimas
mi retorno a los amaneceres de reptil.
cambio de piel porque te he perdido,
grita mi mudez en tu lápida
(soleado recinto,
cerrado en el desierto,
transfigurando tardes rosadas).
volví la mirada y cambiaste de piel,
y permaneciste inmóvil vigilando el cielo.
tu aura iluminó la fuente,
agua encantada bajo el solsticio,
verdadero reflejo de un prisma que tallé con mi aliento.
volviste la mirada y era de barro:
me contemplabas como una estatua que precede a la lluvia.

 

 

 

 

poiesis


 

¿qué mayor sabiduría que la de saberse incierto?
lo incierto es lo que contemplo,
lo que huelo en el estigma del acero y el invierno.
es un descenso a través del lago rojo,
un cauteloso distanciamiento de las libélulas y el fuego.
lo incierto es el agua en un recipiente quebrado,
es una esfera que se consume en el granizo: eres la sabiduría disfrazada de ocaso.
noche sin noches grises,
eres la carga de un trueno silente
yendo hacia los pozos de hedor y perfumes violeta.
un único llanto emerge de las vastas olas,
un único nombre sin voz ni verdor,
una cadena de eslabones desconocidos.
la coraza se sumerge en la sangre y grita,
un conjunto de rayos bajo el eclipse
propaga clamores y náuseas de mármol:
que las palabras no rompan el cántaro que las contiene,
que el cántaro se junte con el cántaro mismo.