Contra la palabra exilio

La poeta y editora de Digo.Palabra.txt, sitio especializado en literatura actual, reflexiona sobre su condición de venezolana en el extranjero.
Ed White en el espacio, 1965. Foto por James McDivitt. Tomada de Wikipedia.

Salgo de Venezuela y pienso que el avión se va a caer. Siempre pienso que todos los aviones van a caerse, aunque José me afirme mil veces que hay más casos de ataques de tiburón que de aviones que se caen. No importa lo que diga. Estoy saliendo de Venezuela, y mi mayor miedo es que este avión se caiga y estalle en pedazos conmigo adentro.

Extracto de mi diario, 8 de octubre de 2015


 

Semanas antes de irme de Venezuela, Ricardo Ramírez Requena, amigo y escritor venezolano, me dijo que aprovechara este tiempo fuera del país para ser anónima. Hoy, a 1 año desde que llegué a Chicago, puedo afirmar que he tomado en cuenta su consejo.

Lo primero que quiero contar es que salir de Venezuela representó desde el principio una decisión profesional. Venir a Chicago era una oportunidad de estudios y expansión, tanto para mi esposo como para mí. Desde el principio hemos asumido esa postura, sobre todo viniendo de un país donde el uso de la palabra “exilio” se ha tergiversado.

De acuerdo a la Real Academia Española, exilio significa: 1. m. Separación de una persona de la tierra en que vive. 2. m. Expatriación, generalmente por motivos políticos. Y la defino, porque creo que en este caso son importantes las definiciones. Y la defino también porque detesto esa palabra.

No, no me gusta la palabra “exilio”. Hay algo en ella que siento ajeno, aun siendo parte de una familia que se gestó desde lo extranjero. Abuela cubana que huyó de Cuba en barco al final de la presidencia de Fulgencio Batista. Bisabuelos maternos italianos que se fueron a Cuba en busca de mejores oportunidades. Bisabuelos paternos que se fueron a Venezuela en busca de lo mismo. Como parte de mi ADN, la huida. Sin embargo, a pesar de llevar en los genes el signo implícito del movimiento, decidí no llevar a cuestas esa palabra, asumir mi ida de Venezuela no como huida, sino como tránsito. Un espacio momentáneo, un lugar del cual no soy. ¿Mi pasaporte? Venezolano. Pase lo que pase, ese es el lugar a donde volveré si algo no sucede como yo quiero. ¿Muerte? Repatriación de cadáver a Venezuela. ¿Deportación? A Venezuela. Vivir en otro país me ha ayudado a entender que no pertenezco sentimentalmente a ningún lugar, y que eso está bien. Que mi paso por ciertos lugares será siempre momentáneo y que debo aceptarme así, sin una raíz compuesta por pataletas que quieran, porque sí, aferrarme a determinado lugar.

Por otro lado, Chicago es una ciudad que me ha enseñado la belleza del otoño, la fragilidad de las ardillas y las transfiguraciones del idioma. Es, además, una ciudad agresiva que se divide en dos grandes territorios con distintos grados de violencia: el norte, donde se vive más o menos en paz; y el sur, donde las bandas criminales se matan entre sí. Al sur no voy casi nunca. Desde que llegué sólo fui una vez y eso bastó para experimentar el racismo. Sí, me gritaron por ser blanca. Me gritaron porque era blanca y estaba, según ellos, en un territorio que no era el mío. Era blanca por mi color de piel, pero debajo de todo esto había alguien que hablaba español y que también tenía miedo de estar aquí.

Chicago también es la ciudad que me ha permitido aprender de la contemplación desde el silencio. Vuelvo a lo aconsejado por Ricardo Ramírez Requena: he sido anónima, y me ha dado gusto ser anónima. Durante 1 año he escrito más que en mis últimos 2 años en Caracas; he leído más, he visto más documentales y películas, y he tenido tiempo para observar todo lo que me rodea. He aprendido a guardar silencio, y desde el silencio he aprendido a detestar ciertos ruidos, incluyendo el del tráfico de la información que no cesa ni piensa en cesar.

 

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Volviendo a mi rechazo hacia la palabra exilio, en el libro Pasaje de ida (Editorial Alfa, 2013), Miguel Gomes dice algo que me ha acompañado desde que lo leí: Exilio, marca registrada. Mi rechazo hacia la palabra “exilio” también tiene que ver con mi rechazo hacia las personas que utilizan ese término a diestra y siniestra sin tener el más mínimo cuidado. Literatura del exilio. Escritor en el exilio. Literatura del desarraigo. No, no quiero formar parte de la literatura del “exilio”. No quiero estar en compilaciones ni en documentales sobre los que se fueron de Venezuela. No quiero, como dijo Miguel Gomes, colocarle rasgos de tragedia a lo que no es tragedia. Me fui de Venezuela de manera voluntaria, y puedo regresar de forma voluntaria también. De hecho, el regreso también puede ser involuntario. Como escribí más arriba, pase lo que pase, mi pasaporte me devuelve a Venezuela. Nadie me está persiguiendo ni estoy en una lista de personas que tienen prohibido volver. Por eso la calma, por eso el silencio con respecto a mi salida del país. Silencio y calma, dos bienes que he aprendido a valorar.

Vivir fuera de mi país también me ha enseñado que es importante ser humilde y tener respeto por nuestra tradición. Creo que quien no guarda respeto por su origen está condenado a la miseria. Creo que desde que entendí esto, soy una mejor persona. No le guardo resentimiento a mi país, aunque a veces quisiera haber encontrado en él la calma que siento al estar en Chicago. Sin embargo, no me siento de Chicago. Tampoco me siento de Caracas, ni de Lechería, ni de La Habana, ni de Roma. No pretendo aquí explicar lo que significa el desarraigo. En mi caso, sólo es un problema de no pertenecer, ni aquí ni allá. No lo veo como algo negativo, más bien considero que es algo que te permite expandir tu visión del mundo. El nacionalismo es, en mi opinión, una doctrina que nos limita. Aunque llore al escuchar el himno de Venezuela. Aunque llore al escuchar una gaita. No extraño la visión nacionalista de una patria, extraño no estar rodeada de todos los elementos con los cuales crecí.

Estoy en paz y tranquila con las decisiones que he tomado. Escribo esto desde mi escritorio, situado en una ventana desde donde veo la calle. Últimamente he podido observar algo que considero memorable: a lo largo del día, por lo menos cinco veces, varias ardillas caminan por un cable de electricidad que pasa por encima de la calle. Cruzan de un lado a otro. No sé si alguien las espera del otro lado, no sé si regresan o si van por primera vez. Así veo mi vida fuera de mi país: como un largo cable de electricidad que no sé a dónde me lleva pero que estoy emocionada de poder transitar.