Si te quedas en mi país (Una mirada extrapoética sobre los recientes sucesos en Perú)

«Lo que ha sucedido en mi país ha sido una verdadera guerra de mafias».

Foto de Luigi Esposito Jerez (ver galería completa en Álastor).

El poeta Enrique Verástegui (Lima, 1950), principal exponente del grupo Hora Zero, de gran influencia en la lírica peruana, tiene un poema cuyos versos rezan así:

[…] en mi país
no hay dónde ir
pero tienes que ir saliendo
como el acné en el cascarón rosado […].

El texto se titula “Si te quedas en mi país” (En los extramuros del mundo, 1970) y, por su vitalidad y vigencia, siempre ha sido para mí un referente de la situación política, social y cultural que afrontamos en esta parte del mundo desde hace poco más de cuarenta años.

Cuando Carlos M-Castro, editor de Álastor, me pidió que le diera mis impresiones acerca de la actual situación del Perú, caótica a los ojos de Latinoamérica y el mundo, no se me ocurrió otra manera de hacerlo que apelando, en primer lugar, a la poesía. Esa poesía tan vapuleada y ninguneada por la sociedad tecnológica –en especial, en nuestro continente–, y sin embargo tan terca y brutal como para seguir creando y cantándole a la rosa, como quería Huidobro.

Es justamente el poema de Verástegui un acertado resumen de lo que en buena cuenta sucede en el Perú hoy en día: una sociedad y un régimen político malheridos por la corrupción, ese cáncer que nos cerca con sus tentáculos y, poco a poco, nos quiere arrebatar cualquier esperanza.

Durante este 2018, el Gobierno de Pedro Pablo Kuczynski (PPK), a quien los peruanos elegimos en segunda vuelta como el “mal menor”, para evitar que Keiko Fujimori, hija del tristemente célebre dictador Alberto Fujimori, llegara al poder, se vio inmerso, primero, en un escándalo vinculado a la nube oscura de Odebrecht y algunas empresas fantasmas que PPK regentaría –esto se halla en plena investigación fiscal– en secreto pese a ser un funcionario y estarle vedada dicha condición; y, segundo, por los denominados kenjivideos, grabaciones caseras realizadas por el congresista Moisés Mamani, del partido de Keiko, en los cuales se ve al hermano menor de esta –y también parlamentario–, Kenji Fujimori –acusado de haber formado un pacto político con PPK a partir del indulto humanitario a Alberto Fujimori–, así como a otros congresistas y ministros de Estado, pretendiendo “comprar” el voto de Mamani –sobre quien, por cierto, también pesan diversas acusaciones– mediante favores económicos destinados a su región (Puno), de los cuales sacaría réditos ilegales, para evitar la vacancia a PPK, que se llevaría a cabo en el pleno del Congreso.

Apretado resumen para una situación vergonzosa que no amerita otra actitud que la cada vez más creciente decepción del pueblo peruano por sus políticos y su clase dirigente.

Porque lo que ha sucedido en mi país ha sido una verdadera guerra de mafias, más propia de las novelas de Mario Puzo. Es quizás la crisis política y social más escandalosa de los últimos veinte años, solo superada por la que generaron los vladivideos (¿el mito del eterno retorno?), que tumbaron al régimen del dictador Alberto Fujimori y su siniestro asesor Vladimiro Montesinos.

Tras estallar el affaire de los kenjivideos –cuya práctica también ilegal recuerda los peores años de la dictadura fujimontesinista–, a PPK no le quedó otro remedio que renunciar, y dejarle la posta a su primer vicepresidente, Martín Vizcarra –con el cual, al parecer, habría tenido un distanciamiento, por lo cual lo envió de embajador a Canadá–, quien hace poco se convirtió en nuestro presidente número sesenta y uno.

A los pocos días de haber renunciado al cargo, las dos viviendas de PPK (ubicadas en exclusivas zonas de Lima) fueron allanadas por orden judicial; mientras que al expresidente se le decretó impedimento de salida del país hasta que se aclaren las investigaciones al respecto.

Vizcarra, hace poquísimos días, tomó juramento a su nuevo gabinete, en el cual destacan figuras más vinculadas al “lado técnico” que político, aunque no estuvo exento de airadas críticas por un sector de la prensa especializada. Sin embargo, la política poco sabe de decoro e idealismos, y por ello es una preclara enemiga de la poesía.

Asimismo, al momento en que se escriben estas palabras, los hermanos Fujimori se hallan enfrascados en una guerra fratricida que parece no tener fin: se acusan mutuamente de traición y, como samuráis ofendidos, han desenvainado sus espadas para enfrentarse bajo “las blancas flores del ciruelo” (no llores, Kobayashi Issa), ante la imperturbable mirada de su padre. Como se dice, lo que se hereda no se hurta.

Y ello me lleva a pensar lo siguiente: ¿por qué los peruanos elegimos tan mal a nuestros líderes políticos? Como poeta, no tengo una respuesta política o ideológica o sociológica –o psicológica– definida. Ni tampoco pretendo tenerla, pues, desde un inicio, el objetivo de este artículo era dar a conocer cuál era mi perspectiva personal de lo que está sucediendo en el Perú, sin caer en academicismos, ni teorías ni fórmulas de salvación.

Como poeta, apelando al magnífico texto con el que inicié estas reflexiones, solo puedo decir que mientras en mi país la poesía sude, orine y tenga las axilas sucias, mientras frecuente los burdeles y se mire ociosamente en la toilette (Verástegui dixit), es decir –y por extensión–, mientras la educación y la cultura sean apaleadas y condenadas a la asfixia bajo el peso de la tecnología deshumanizante y mesmérica, y la población siga presa de los ídolos de barro que cada cinco años obtienen dinero mal habido para financiar sus campañas políticas con la esperanza de recuperar lo invertido –y algo más– a costa de la corrupción y el peculado; mientras ello ocurra, los peruanos estaremos condenados a elegir a estos personajes sin escrúpulos que, bajo la consigna del pan y el circo, seguirán llevando este gran barco ebrio (Rimbaud suelta un sonoro escupitajo) llamado Perú a un inescrutable abismo.

En tal sentido, los escritores –y los artistas en general– debemos permanecer en pie de lucha, prestos a denunciar estos actos de corrupción y atacar su raíz –a la par que saliendo a las calles a manifestar el rechazo– desde nuestra especialidad: a través de una gestión cultural y educativa que nos convierta, por fin, en ciudadanos libres.

Ser como ese acné en el cascarón rosado de lo políticamente correcto –y horrendo–, criticar sin contemplaciones aquello que debe ser criticado y trabajar muchas veces en silencio, ya sea recomendando un libro, promoviendo un debate o inculcando a los más pequeños el amor por la lectura y las ideas, para que no cometan los mismos errores que sus padres y, a futuro, no se dejen llevar de las orejas o los tiente un plato de lentejas bien acondicionado en un tupperware (o táper, hablando en buen peruano).

La poesía es sobre todo idealismo, y creo que nada perdemos soñando con una sociedad en la que la lectura nos despeje y enriquezca el cerebro, y nos convierta en personas cada vez más preparadas para evitar y/o combatir la putrefacta presencia de personajes que provocan el retroceso de nuestras naciones –y no creo equivocarme cuando hablo de Latinoamérica en su conjunto–.

No quiero terminar este breve artículo a la manera del clásico mensaje político o contestatario de escritorio, tan eficaz como el vuelo de un pájaro dodo. Solamente agradezco la existencia de plataformas como la de Álastor, que le piden su opinión a un poeta cuya opinión –extrapoética– en realidad no vale nada: solo aquello que escribe y los versos que pergeña y las acciones que sin aspavientos lleva a cabo para intentar mejorar un poco la pisoteada cultura de su tierra le darán algo de validez a su existencia. Así ocurre si te quedas en mi país.