El museo horrísono de Roy Vega Jácome, una aproximación

El segundo de una trilogía de ensayos sobre la poesía de Roy Vega Jácome

Forgotten memories

El Museo horrísono de Roy Vega Jácome, una aproximación                                                                                              

Una vez concluido el rito iniciático del fuego, donde el arpa, tropo de la voz poética, se ha fundido en la fragua del lenguaje, la tanatopraxia consecuente de Roy Vega Jácome mereció  “El premio Copé de Plata de la XVII Benial de Poesía 2015” por el estupendo libro Muestra de Arte disecado.  ¿Qué hacer luego del descenso a los infiernos y del exorcismo de las máscaras de la última sección de su último poemario? ¿Abrazar la rugosa realidad como un patán y guardar silencio? Sí y no. El enfrentamiento con la realidad será más directo en este libro, pero las imágenes y las percepciones que se convierten en materia de pensamiento poético a partir de ese encuentro, habrán de generar una nueva perspectiva para el ejercicio del lenguaje y la redención de la memoria que apenas había sido vislumbrada en el poemario anterior. 

 

A pesar que el regreso del poeta al arte de la conjuración carece de cualquier intención salvífica (y en esto, libre de códigos ideológicos evidentes, moralinas milenarias o escatologías politiqueras,  su ejercicio pareciera cumplir a fondo con lo que Octavio Paz expresó respecto de la poesía de Emilio Westphalen: “... Poesía que no juzga. Poesía que asombra y nos asombra”), sin embargo, el lenguaje invocador del poeta  Jácome se vuelve hacia la tierra, hacia los rostros amados y los nombres entrañables, como si, una vez incinerada la etapa de iniciación, el regreso al origen, a los lares familiares, a los seres cotidianos, a los nombres tutelares, fuese el consuelo de aquel que ha probado los avatares más inestables, los rostros contorsionados en el devenir de la voz poética. La poesía, libre de la inestabilidad del fuego, se asienta en un intenso ejercicio de analepsis que nos ofrecerá, con un lenguaje más claro y directo, no exento de poderosos recursos retóricos, los poemas más conmovedores acerca de la familiaridad con las raíces, la presencia de los mayores, y el innegociable país de la infancia (como terreno de las escenas de iniciación más significativas) en la poética del poeta peruano.

 

El poemario está dividido en tres secciones: Prehistoria personal, Acción y repliegue de los mosquitos, y Muestra de arte disecado. En el umbral del libro encontramos una pista conceptual tomada de uno de los poemas de la última sección que, como veremos más adelante, bien podría ser el ars poética con la cual concluye esta etapa de su búsqueda:

 

“... algo así como una dulce taxidermia

de la imagen y el pensamiento”

 

La frase se refiere al oficio poético.Luego de meditar en esta especie de pórtico, resulta inevitable no pensar en la actitud hacia el lenguaje y el pensamiento de algunos poetas románticos. Aquella frase de Hölderlin : “Los pensamientos del espíritu, común a todos/ maduran en silencio en el alma de los poetas”, bien podría funcionar como un epígrafe para esta meditación poética de Jácome. Sin embargo, el poeta peruano, más cerca de cierto epicureísmo que convierte las percepciones, analépticas o prolépticas, en la materia del poema, que del platonismo casi gnóstico que caracterizó a muchos de los poetas románticos, se mantendrá asombrado ante los fenómenos de una manera más atenta, como si su lectura de la realidad se hubiese agudizado al fuego de la introspección. De ahí que en Prehistoria Personal, una de mis secciones favoritas del poemario, el poeta se vuelva a la inmediatez de la tierra, a su origen de hombre entre los hombres, con sus referentes emocionales más familiares: Sus progenitores. Sendos poemas, dedicados a su Padre y a su Madre respectivamente, abren la sección como dos arcontes custodios que nos acompañarán en el paseo por este museo del asombro donde el taxidermista, asimilado al herrero y al mago, se entrega, sin esperanza de éxito,  a su tarea de embalsamar los momentos iniciáticos de la infancia para que, a través de los textos, esos momentos puedan mirarnos y hablarnos de manera que presenciemos las marcas iniciáticas en la experiencia vital del hablante lírico. Ambos poemas, hermosos y  bien elaborados, (A mi padre, para quien el más allá siempre fue un tierno animal origami y Plegaria del ausente) son trenos victoriosos que recuperan con fortuna no sólo el rostro del padre y de la madre, sino que, a través del ritmo de los versos, incluso podemos escuchar su respiración:

 

“oigo a madre toser.

sus pulmones como grandes hostias

hechas para los labios de la muerte.

 

                                                       (tenue visión de una radiografía

                          semejante a un demonio acurrucado en un calabozo).

                ella se santigua delante de un cuadro sin edad conocida.

su pecho silba agitado y armónico,

haciendo lo posible por no perturbar mis oídos.”

 

                                                     Plegaria del ausente.

 

No es fácil delinear esos rostros parentales, luego de la marca inmóvil de la muerte, pero sus retratos vivos nos miran más allá de la sutileza hilvanada por la ironía:

 

“tantos fragmentos de vida disfrazada,

tantos baúles empolvados de palabras y hojas de carne.

                                 sé que no podré capturar tus formas

 

ni recoger los pétalos que lentamente van cayendo de los almanaques.

 

                            solo sé de la sabiduría de tus manos,

de la huella irreductible que dejan los dioses al partir”.

 

                           (A mi padre, para quien el más allá siempre fue un tierno animal origami)

 

La dulzura del amor filial, y lo amargo de esas partidas, se conservan en el tono elegíaco de ambos poemas. La ironía funciona como un catalizador elegíaco: la conciencia de su propio  fracaso provoca dos de los textos mejor logrados del taxidermista en su oficio mortífero de arreglar y colocar la piel de sus padres justo en el momento en que la vida y la muerte se encuentran en sus miradas cargadas de sentido. A partir de entonces el taxidermista se convierte en el mago que invocará a sus ancestros para ese pasaje hacia esa  “otra orilla donde habitan las almas”. Esa invocación de los ancestros es una escena iniciática donde la caverna y el hombre que la habitan, así como el tropo del desierto, le prestan al poeta el escenario para su ejercicio de nigromante taxidermista (Cf. Cráneos de Cristal; Letanías de un cactus en el desierto gris). Esta invocación de los antepasados no es gratuita. La escena de iniciación, en la caverna o en el desierto, alude al origen de la vocación poética representada por “la pluma ignorada”:

 

“no colocaron orquídeas en mi espalda

ni me encargaron saludos para el tímido barquero.

                     mi gente fue heredera del polvo y el repaso,

y a ella le debo el confort de la pluma ignorada.

dicen que tal es la exacta dimensión de los pueblos

que adoptan las banderas implacables del vacío”.

 

Una vez que se ha visitado el sitio sagrado de los mayores, donde el iniciado siguió “sin comprender el aroma de la ebriedad” (ídem) se nos muestra otra escena de rit du pas en el exquisito texto “Pequeño ritual dionísiaco”:

 

“el bosque etílico era nuestro santuario.

celebrábamos la consolidación de la libertad

acudiendo al entrañable bosque etílico.

 

                     había una especie de anfiteatro allí,

una plazuela de cemento en el rincón más alejado.

(…)

había espejos diseminados por el pasto

y la aurora desplegaba un concierto de flautas enfermas.

el entrañable bosque etílico.

el lugar donde perseguíamos a la leona de tres cuerpos.

la falsa estigia donde olvidábamos la pesadez del aluminio.

 

Más que transparentar la iniciación dionísiaco-adolescencial en un espacio urbano, y la atmósfera de la fraternidad entre posibles coribantes,  la escena nos muestra la aparición de un tropo recurrente: las flautas enfermas que, cómo se verá después, seguirá apareciendo en algunos textos del periplo futuro. De hecho en el siguiente texto, Concierto de flautas enfermas, el tropo de esas melodías repetitivas, leitmotiv del insomnio que arrasa al hablante lírico, marcará el ritmo de su descenso al museo de rostros y plenitudes disecadas,  “la dulce taxidermia” ejecutada  a la orilla de la aurora. Son melodías de la tierra enferma que se ciernen sobre la experiencia solar del poeta en vigilia, como si fueran la música de fondo de su desolación interior al borde de la nada:

 

“son melodías moribundas

 

o latidos de carne

que juegan como niños

en los charcos bubónicos.

 

                                se instalan en mi universo,

 

en mi coraza de algodón,

acaso aguardando la llegada del alba,

ese instante en que los enfermos

abren las grietas del sol

y contemplan con misericordia

a aquellos que duermen convertidos en bestias”.

                                                                           (Concierto de flautas enfermas)

 

¿Es una imagen de la vocación poética, adquirida en esas noches de vigilia delante de la impotente impureza del día? La mirada de ese vigilante nocturno, metonimia del poeta insomne, penetra hacia fuera y hacia dentro de su encierro urbano para transparentar los objetos. (Cf. los poemas:  pabellón; recinto de ídolos anónimos).

 

 

“hay en mi habitación

rostros de cientos de siglos, callados,

derramando su mirada en mis acciones.

 

 

 

                            son ellos, con sus lecciones de magia

 

y el rastro acuoso de sus ojeras.

son los herbívoros del desierto,

los viejos deudores del mar,

los fantasmas insomnes que han retado al viento”.

 

                                                                      (recinto de ídolos anónimos)

 

Es el tropo del dia del apophrades. El encuentro con los muertos y su pedida de cuentas. Los ancestros se convierten en los antecesores vocacionales de la voz poética que, en su oficio thanatopráctico, desea conservar el espíritu vivo de lo que ha partido de este mundo pero, a través de los tropos agónicos, aún ronda  entre nosotros como un murmullo de la identidad y de la pertenencia. De ahí que la habitación del poeta-taxidérmico, gracias a la invocación de sus antecesores muertos, se convierta en “un oasis varado entre escorpiones”, es decir, el taller del poeta-mago alzado contra los venenos de la realidad-muerte de lo cotidiano. El texto siguiente, títulado prehistoria personal, que da nombre a toda la primera sección, nos confirma el camino apotropaico de su búsqueda: la búsqueda de su vocación poética:

 

                     “ sucesión de estacas en la soledad del huerto.

niño aún, devorando melocotones abiertos al mediodía,

junto a los animales sacrificados en el aroma de la fiesta.

                                 meses de lluvia y sequía interna.

de pie sobre los escombros de la conquista y la corona de pieles,

vi múltiples aparecidos vagando entre las mazorcas,

buscando a sus animales, a sus amantes furibundas”.

 

                                                                     (prehistoria personal)

 

Es la escena pre-histórica del origen de la vocación; la verdadera iniciación del poeta del fuego en las profundidades de su caverna personal. Mientras busca su historia se encontrará con el origen de su visión y de su voz en:

 

“las vigas flotantes me respondieron con sus cantos,

las pepas de durazno fertilizaron la tierra

y mis pies extranjeros tentaron ese espacio con su herejía.

                              retorno a mis pasadizos duplicados,

 

a mis dos lugares de alumbramiento:

 

                                                                                        el desierto gris,

                                                                     el césped de los ancestros.

 

                                            busco mi entereza,

 

el misterio del lenguaje.”

 

                                                 “prehistoria personal)

 

 

La muerte y el eros se encuentran en ese origen. La dulce taxidermia es un oficio de amor, dulce y amargo, como nos ha mostrado Anne Carson en su célebre estudio. Un oficio para combatir la nada, como lo sugerirá más adelante el mismo poeta. La thanatopraxis del poeta-taxidermista logra acomodar bajo una sola piel y un solo nombre atávico, la experiencia del amor y de la muerte reunidos en el tropo mediterráneo del ciprés, símbolo de la belleza femenina inmarchitable, la madera con la que se construían los navíos en la marina antigua, y el símbolo fúnebre por excelencia en la cultura grecoromana. La sección no podía cerrar de mejor manera, con el formidable poema Campo de cipreses:

 

“hundirnos en los surcos

que otros van abriendo con una cuchara de plata.

flotar en un delicado tamiz

que nos regurgita del tiempo.

perdernos en el santuario de mazorcas

como hermanos que nunca fuimos.

danzar bajo el árbol de membrillo

y escuchar el rumor de las polleras y los muslos doblados.

ambos sabemos que los mitos familiares

 

se asemejan a este campo de flores rectas:

son otros quienes deciden que nuestros primeros pasos se lleven a cabo

en un paisaje donde el orden hace todo más hermoso.

corres por este edificio esquelético

y me recuerdas aquel lugar donde las vigas no existían,

y yo era capaz de perderme en un laberinto de hojas secas”.

 

Este es el tropo del amor y de la muerte en la escena iniciática de la infancia. Es el lugar, el texto con su escena comunicante, donde los símbolos poéticos más fuertes de Jácome se reencuentran y concilian en el entretejido del mismo texto analéptico, en cuanto es una taxidermia de la primera experiencia, recordada e invocada, y texto proléptico en cuanto será la experiencia que marcará su búsqueda como hombre y como poeta en el futuro.

 

 

Si la primera sección recurría a unas cuantas metáforas y secuencias metonímicas elementales, a través de un lenguaje más directo y transparente, la segunda sección nos remite a la herencia lúdica, surrealista, subterránea, de la voz de Jácome. Las construcciones de estos poemas continúan la línea de la primera sección: versos largos, espaciados, con vacíos calculados en ciertos momentos del discurso para provocar la incadenscencia de las imágenes sobre las que el poeta ha colocado su mirada interior. El título, que pareciera prosaico a primera vista, es una metáfora de las palabras emitidas por el referente de toda la sección que podría ser la amada perdida, o la encarnación femenina de la poesía misma. Esto se aclara de entrada, cuando el pórtico que nos recibe, antes de ingresar a esta parte del museo, es un fragmento del poema que da el título a esta segunda sección en el cual la imagen de los mosquitos estrellándose contra el vidiro (¿Una imagen de la indolencia del poeta o de la realidad ante las palabras del referente?) aparece costurada en el texto citado. Las palabras, esa desolación del lenguaje poético que abre nuevos surcos en la experiencia vital, son las protagonistas de esta sección, tal como el título nos lo anuncia. El primer poema, un homenaje al surrealismo como clan proscrito de sus ancestros asumidos, nos demuestra el nivel del descenso:

 

                       “fueron aquellas palabras

las que abrieron el cerrojo de la pirámide.

                      dentro yacían planetas,

 

alforjas, damas sonrientes.

dentro se hallaban la explicación del desastre

y el quieto volumen de los jeroglifos.

                                         ingresé a la recámara,

 

a la ciénaga del trueno,

y vi las huellas de los peregrinos

que arribaron antes que yo”.

 

                                                 (fuga surrealista con listones morados)

 

Son textos que marcan el nivel de descenso en la travesía. El texto no abandona el tono de crónica, de testimonio íntimo de esas tinieblas iniciáticas, para cerrar con una imagen carísima, más que al surrealismo, al misticismo como camino de comunión y comunicación total que lo conecta así con el tropo del primer poemario, como si este descenso fuese el cumplimiento de las promesas a la hora de incendiar el arpa:

 

“                            entonces pronuncié de nuevo aquellas palabras,

y al fin supe que había llegado al imperio de la distorsión.

                          el fuego y la música se hicieron uno solo,

mientras presa y perseguidor se abrazaban, desnudos,

entre hojas calcinadas y cartas de bienvenida.”

 

                                                           (ídem)

                                      

Las imágenes de la caverna, del fuego, del refugio, señalarán esta sección como tropos metonímicos del elemento tierra, asociado al misterio de la muerte. Una meditación  iniciática apoyada en la escena originaria del lenguaje poético: la tribu alrededor de la fogata que escucha del poeta-chamán el mito del origen. (Cf.  la muerte emana un intenso aroma a lodo).  El meditatio mortis, celebración de thánatos en la taxidermia subterránea es también, en la otra cara de la moneda, celebración erótico-cósmica como en el poema irónico buda es un comerciante obeso que mira al atardecer. El poder retórico de la ironía empieza a apoderarse de los textos, precedido por las voces de inmensos poetas tutelares como Antonio Cisneros y  Luis Hernández. (Cf. los poemas: tú no eres mi chica legendaria; cumpleaños N.26; 4:30 a.m. y el insomnio se transforma en un pálido reloj de arena) los poemas recurren a la ironía para enfrentarse a la reflexión del paso del tiempo. El ritmo del discurrir poético se relentiza para adoptar un tono conversacional que es una trampa del taxidermista en su tarea de disecar, de rescatar al paso del tiempo, la ruptura amorosa y hasta su propio rostro desconocido delante de los espejos rotos: Cf. Acción y repliegue de los mosquitos; Soliloquio de un miércoles por la noche.

 

La katábasis del poeta en esta sección es también una kenósis. Su tono conversacional no puede engañarnos. Son poemas deliberadamente planeados y construidos para ser habitados por la mirada y la voz del thanatopráctico. El aparente descuido conversacional de la voz es una manera de mantener cierto distanciamiento para no incurrir en la pesadez filosófica o la pedantería académica de la meditación. El tono conversacional, aún en su titubeo sintáctico,  mantiene una comunicación cálida con el lector como para poder enunciar:

 

“no me conozco y tal vez nunca me conoceré.

siempre he sido un extranjero en mi propio cuerpo.

y si quisiera empezar en este instante

 

—en este instante ya verbalizado—

no lograría alcanzar las profundidades que llevo impresas en mí.”

 

                                                                                (soliloquio de un miércoles por la noche)

                                  

El rostro del poeta, en un autorretrato taxidérmico, queda inmóvil en su fogosa movilidad. Es la manera en que los poetas intrépidos habitan, cavernarios intransigentes, sus propios textos. ¿No es esta la respuesta de Jácome a su propia tradición para heredar la estafeta del fuego, su manera de enfrentarse a la entropía desde el reclamo de su propia voz? Los epígrafes de poetas tutelares como los ya mencionados, ( a los que vendrán a unirse los de César Calvo y el inevitable César Moro), epígrafes unidos a los versos del poeta que, al igual que los títulos de los poemas, no utilizan las palabras mayúsculas, parecieran sugerir esa postura del efebo aprendiz a punto de liberarse de sus erastes tutelares.

 

Los últimos poemas de esta sección, el poderoso zumbidos transparentes tejen un velo de aromas rosados, y el definitivo diálogo de los oficios ciegos, discurren acerca del término de la experiencia subterránea, el despertar poético y la conexión con los ancestros tutelares del poeta:

 

                                      “despiertas al atardecer,

con el olor de la tierra húmeda todavía latente en los labios,

con el gesto inmaterial de la crisálida

que se abre para llamar a sus criaturas.”

                                                   (zumbidos transparentes tejen un velo de aromas rosados)

 

para culminar la etapa iniciática con esta visión formidable:

 

                    “no hay mayores ruidos en este santuario,

 

únicamente rumores, pequeños zumbidos

que dejan su estela de incienso en cada rincón.

                        has despertado para detener las profecías,

 

para reconocer tus dominios de cera,

para acariciar las sombras de los hermanos ausentes.

                              y es este trance lento, apacible,

 

siempre oculto tras un velo

que abre sus fauces a la noche.”

                                                           (ídem)

 

Los paralelismos y el ritmo reposado del discurso, alentado por las comas, sirven para fijar la piel de los textos al esqueleto meditativo de la experiencia iniciática del poeta. ¿Qué restará para ser disecado, luego de ese despertar casi sinestésico? El tropo matriz de la Noche nos introduce en la ceguera del eros y del lenguaje. La voz de César Moro precede este cierre poderoso de la sección en una meditación sobre el oficio poético, asimilado a la búsqueda erótica,  como una manera de combatir la nada, una forma de la mente para enfrentarse a un universo de muerte desde su caverna particular:

 

                                             “hacer el amor en estos días,

hundirnos en esa membrana líquida, casi transparente,

heredada del primer hombre que tiñó con sus dedos

las paredes de su caverna.

 

                                hacer el amor en las oficinas,

 

profanar con jadeos y rencores velados

esa cárcel o tejido violeta,

colocarnos de espaldas a la realidad

y ser nosotros mismos los espías

que liman los bordes rugosos del deseo y la muerte.

 

acaricia las paredes de tu cuerpo y la piel de tu habitación.

vela a los huéspedes de tu templo

y honra los cabellos del primer hombre

que logró domesticar a sus fantasmas.

 

                              que esto no sea un cadáver de palabras.

 

que el eclipse nos encuentre envueltos

en ese breve simulacro que nos arrebata de todo,

y transforma nuestros balbuceos en bellos jardines disecados.

 

                                                      (diálogo de los oficios ciegos)

 

El tono celebratorio de esta ofrenda transparenta una escena de final de iniciación, pero también es una declaración de prinicipios, un manifiesto velado por el tropo de la noche acerca de esa simbiosis entre el eros, la voz poética y la pertinencia de la muerte en tanto que realidad entrópica inevitable. El poeta taxidermista convierte su oficio en una manera de conjurar esa muerte a través de la thánatopraxis de su propia experiencia erótica, familiar y terrenal.

 

La última sección, Muestra de arte disecado, que da título a este poemario de madurez, es una prolongada reflexión acerca del arte poético y la misión del artista. Es la última galería en ese laberinto subterráneo por el cual, de asombro en asombro, nos ha guiado la voz en penumbras del  poeta. La constituyen varios ejercicios de ecfrásis muy bien logrados donde la dicotomía artista/mundo social adquiere unas connotaciones interesantes, si bien no novedosas, para comprender la actitud vital del poeta y el lenguaje de su propia poesía. La sombra de Antonin Artaud, sobre todo sus afirmaciones lapidarias a cerca de la vida y la obra de Van Gogh, se pasea entre las tinieblas de esos pabellones. Ningún museo de cera es inocente. Y los personajes representados visualmente en estos textos, figuras antropomórficas, (Cf.trazos anubis, una escultura) pintores y rebeldes (Cf.vincent van gogh en arlés, un retrato) podrán ser cualquier cosa menos blancas palomas. Entre los mejores ejercicios de ecfrásis de esta sección final se encuentra café nocturno, sobre el célebre cuadro de Van Gogh. Un exquisito ejercicio de creación e interpretación atmósferica donde cualquier peligro puede suceder. Sin embargo, la clave de esta sección final, y de todo el poemario se encuentra en la reflexión metapoética del texto inicial, el poema i y en el poema final, titulado arte poética. El texto postfacial titulado coda confirmará el credo del nuevo iniciado en la mistagogia del lenguaje poético.   

 

¿por qué arte disecado,

 

                         ala de reptil detenida en el tiempo?

 

donde haya abismos y promesas de rencor

siempre habrá un parco individuo profesando religiones extrañas,

un espectro bajo el dominio de los postes aéreos,

maniobrando a contracorriente,

consolando a las plañideras que antes fueron princesas cautivas.

 

                                          ¿por qué alma disecada,

                                  rumor de las arterias sumergiéndose en la oscuridad?

                                  como un puñado de hematomas

yacen los mosquitos que viven el eterno presente

y han dejado los restos de sus alas en mi guarida,

verdaderos usurpadores de la lengua humana,

mutilada y perdida entre los átomos de alcohol.

 

                                                    (coda)

 

La cadencia de los versos largos transporta las imágenes del museo. Las visiones permutan la realidad alrededor de los objetos poéticos que nos contemplan mientras los contemplamos. La meditación metapoética de Jácome lo renombra como un poeta del lenguaje que no le ha dado la espalda al mundo, sino que, desde su introspección subterránea, le planta cara al mundo con descaro, pero sin cinismo.

 

El poder retórico de Jácome ha sido su linterna oscura durante este periplo analéptico. Ahora sí puede permitirse la prolepsis que anunciará la próxima etapa de su espíritu:

 

 

                                               (cuando todos callen,

                el dilema de las hojas soltará sus cadenas

y el gran diálogo se elevará desde su osario de pétalos.

desnudos seremos testigos de los matices del árbol

                                   y la sabiduría de los insectos.

los planetas alineados como células sonrientes

            no dejarán de emitir juicios y sílabas.

            las flautas enfermas aullarán de placer

y una catarata de cristales derribará la incertidumbre).

 

(La escritura sigue siendo un oficio de horas muertas, arte poética)

 

Esa escritura del futuro son las runas que, una vez autodisecado el rostro del poeta, este mismo portará como un mapa tatuado en el paisaje vivo de la piel.