Dame un cigarro

Un relato a cargo de Maynor Xavier Cruz exclusivo para Álastor

El pueblo por Manny Vanegas

Dame un cigarro 

 

—Dale, echate el otro trago —dijo El Mecánico. La botella de Joyita estaba a los pies de uno de los lavanderos, detrás de los cuartos cinco y seis; faltaba poco para terminarla, él y su otro amigo tenían en sus manos un vaso de gaseosa cada uno; El Mecánico no se había quitado la mochila de la espalda desde que salieron a comprar lo requerido para su conversación etílica de ese domingo. 

—Calmate, no jodás, vamos muy rápido —dijo el otro mientras consultaba su reloj: eran las once y cincuenta de la noche; habían empezado tres horas antes, cuando a las ocho el Mecánico recibió un mensaje de texto de su novia, una interna del cuarto veinticuatro, quien le informaba que no podía atenderlo porque estudiaría para un examen de Química que realizaría al día siguiente a las once de la mañana.  

Cada vez que alguien me habla de la señora pelo blanco que gobernó el país a principios de los años noventa no sé qué decirles, eran tiempos donde lo que me importaba era mi infancia, los juegos con mis amigos y me sentía adinerado cuando alguno de mis familiares decidía desprenderse de diez córdobas y me los daba como premio a mi buen comportamiento, a las notas de mis dos primeros años de primaria o porque con manos juntas decidía saludarlo diciéndole “Santitos”. Mi mundo más cercano era mi barrio y el siguiente, mi aula de clases. 

Recuerdo que mis amigos de preescolar fueron los mismos que los de mi primaria; éramos unos niños ausentes de lo que ocurría en el país o en el mundo, y no entendíamos lo que decían los adultos cuando hablaban de temas nacionales o internacionales, que guerras en un país, que el mejor boxeador de Estados Unidos, que la gente se va para Costa Rica.  

Con mis compañeros de clases y los amigos de mi barrio yo jugaba chibolas, trompo o moneda, dependiendo la temporada de cada uno de estos juegos. Con los primeros compartía a la hora de receso un Glu-Glu y una tortillita de la de los productos Diana; yo tenía varios amigos en la escuela, pero el que decidí que fuera mi mejor amigo era José, pues éramos de la misma estatura y los grandes nos molestaban por igual. Él era de uno de los barrios más alejados de la ciudad, por eso siempre la mamá lo venía a dejar y lo esperaba fuera de la escuela a la hora de salida.   

—¿Cuánto te dan para venir a clases? —me preguntó una mañana que 

salimos a receso, estábamos cerca del aula comiendo tortillita con Glu-Glu.  

—Un córdoba —le dije mientras tenía la boca llena de esos diminutos 

triángulos.   

—Pero tu familia tiene riales. 

—Es que somos cinco los que venimos a clases —le dije cuando sentí su reclamo.  

—Aah, con razón. A mi hermano y a mí nos dan dos córdobas.  

—Yo pensé que les daban más, pues te he visto que compras otras cosas. 

—Es que a veces no los gasto todos —dijo José.  

—Aaah. Por eso yo creí que era más lo que te daban —dije.  

A los siete años, el patio de la escuela me parecía extenso, y conforme fui creciendo lo miraba más pequeño. 

—¡Jueputa, ese era el mensaje que estaba esperando! —dijo el Mecánico y se puso su camisa—. Ahora alístate —le dijo a su compañero de cuarto— que vamos para Fundeci a traer a una “niña”— así le llamaba a las botellas de Joyita.  

El otro se levantó de la cama mientras El Mecánico se colocaba la mochila en la espalda.  

—Y yo que pensé que iba a dormirme temprano. 

—Tranquilo, será una chiquita, no te ahuevés —le dijo cuando cerró el candado de su closet. 

No le creyó, sabía que no era de botellas chiquitas y si acaso compraba pequeña, le tocaría acompañarlo y saltar la malla horas más tarde para ir por otra de igual o mayor tamaño.  

Compraron una de un litro y tres botellitas de Seven Up, más dos paquetes de cigarros Belmont. El guarda de seguridad del internado los miró venir con la mochila cargada y como conocía al Mecánico le dijo: 

—Provecho, bachiller. 

El Mecánico le sonrió.  

—Vamos a los lavanderos —le dijo al otro—; el guía empezará a hacer la ronda a medianoche. 

—Dale pues.  

Ahí estuvieron desde que regresaron al internado.  

Cuando jugué monedas, los billetes eran las envolturas de los cigarros Casino, Delta, Belmont, cada una con valor asignado dentro del juego: uno, cinco y diez; el que conseguía Windsor era el de más dinero que todos, pues valía cien. 

Con mis amigos del barrio nos escapábamos los fines de semana para irnos a las afueras del estadio o al billar, buscando las envolturas en el suelo. 

Un domingo por la mañana fui al estadio con René, que era mayor que yo dos años y estaba en quinto grado mientras yo iniciaba el tercero. Recuerdo que en uno de los paquetes había un cigarro a la mitad. 

—Encendámoslo —me dijo René.  

—Me da miedo —le dije. 

—Vámonos debajo de las gradas —me sugirió. 

Miré las improvisadas gradas de madera detrás del home y no me pareció mala idea, además, el público estaba más pendiente del juego que de nosotros. 

Un silbido cortó la noche, era la señal de algún interno para informarles que el guía universitario estaba cerca. 

—Agarrá la botella —dijo El Mecánico—;  seguime.  

—¿La echo en tu mochila? 

—No, seguime.  

Era la segunda vez en tres semanas que podía atraparlos, si lo hacía, iban expulsados. René encendió el cigarro. Lo sorbió y empezó a toser. 

—Ahora dale vos —me dijo.  Yo lo sorbí y no me gustó el sabor. 

—Es feo —le dije.   

—A mí tampoco me gustó —me dijo—. Botalo.  

Lo tiré al suelo y lo restregué con mi zapato como si aplastara a un alacrán que intentó picarme. 

—Vámonos —me dijo—, ya va a estar el almuerzo y prefiero estar en la casa antes que mi mama empiece a gritar llamándome ¡Renééé! ¡Renééé! 

Cuando salimos de la sombra de las gradas sentí un guiñón en la oreja. 

—Parece que al niño le gusta fumar —era mi papa—. Andate a la casa que cuando llegue, platicamos.  

René, al verlo, salió corriendo. 

Durante todo el trayecto a mi casa estaba pensando en cómo olvidé que mi papa podía estar viendo el partido. Cuando llegué, no le dije a mi mama que había ido al estadio y tampoco que había visto a mi papa. 

Almorcé y dos horas después llegó. Era falso, no platicamos nada, sacó su faja y me hizo cinco surcos en la espalda. 

—¿Por qué le pegás? —le preguntó mi mama desde la cocina cuando él me dio los primeros dos fajazos. 

—Porque por andar enyuntado con el vecino lo hallé fumando. 

Pensé que mi mama iba a salir a mi rescate pero solo se dignó a decir: 

—Seguile pegando.  

El Mecánico lo llevó a la última cancha del internado. 

—Subámonos al palo de mango, si nos quedamos abajo, nos agarra —le dijo. 

El guía tardaría cuarenta o cuarenta y cinco minutos para terminar su ruta nocturna del cuarto uno al veinticuatro, eso calculaban. 

El Mecánico trepó primero, el otro le pasó la botella y los vasos, después se subió y se sentó en una de las ramas. 

—Acordate que seguís vos, que por corrernos no te lo echaste —dijo.  

—Ahora voy al suave —dijo el otro—, no quiero caerme de aquí. 

El Mecánico le pasó la botella. El fuego líquido le hirió la garganta al otro y tosió. 

—Maje, calmate. Con esa tos nos van a hallar —le dio golpes en la espalda.  

—Fue grande ese jueputa trago que me eché —dijo el otro, disculpándose.  

Cuando mi papa terminó dijo: 

—¡No lo quiero ver con ese chavalo! 

—No te preocupés, si lo veo con él, yo te informo —dijo mi mama mientras terminaba de calentarle el almuerzo.  

—¡Y durante un mes no le des riales para ir a la escuela! 

No me importaba eso, yo pensaba que mi papa podía ponerle las quejas al papá de René y ese señor era violento con mi amigo. Recuerdo una vez que le dio con la cuerda de la plancha, René pegó unos gritos que se escucharon por todo el barrio, y cuando en esa tarde salió a la cancha se levantó la camisa frente a mí y le vi que tenía dibujados los riendazos en la espalda. Durante algunos días pasó con la cara triste porque por los fajazos no podía corretear por la escuela o jugar a la pelota, cualquier cosa que chocara contra él lo hacía retorcerse del dolor.  

Por suerte mi papa no llegó a casa de René.  

El lunes me fui temprano a la escuela y a la hora del acto cívico René se acercó a mí y me dio las envolturas de cigarro que habíamos conseguido. 

—Tomá, son tuyas porque por mi culpa te pegaron —me dijo. Lloré. 

—Me dijeron que si me ven con vos me vuelven a pegar —alcancé a decirle. 

—Me imaginé, por eso solo platiquemos dentro de la escuela. No creo que tus hermanas le digan a tu papa que me ven con vos. —Sé que no porque son amigas de tus primas. Fue un trato que tuvimos durante ese año.  

Durante ese mes, José me daba de parte de su Glu-Glu y René me regalaba un caramelo de los que recogía en los cumpleaños del barrio, a los que asistió y nunca llevó regalos. 

En septiembre siempre salí con los abanderados; estuve entre los tres mejores alumnos de mi sección, así que el resto de meses olvidaban todo lo malo que hubiera hecho en el año. 

—Maje —dijo El Mecánico—, saliendo de la universidad me caso con mi jaña y me dedico a mi carrera. 

—Qué guaro más feo el tuyo —dijo el otro—, ya te puso a pensar en casamiento —se rio—. No te gusta el estudio y ahora creés que vas cholo a ser docente de matemáticas, y de paso, a casarte con esa maje. 

—No me jodás, voy bien y ya pensé en mi tema de monografía para el próximo año. 

—Ya te agarró el guaro feo; solo falta que te pongás a bailar y ahí me daré cuenta que estás fundido. 

—No es eso, no te quería contar pero ya con mi jaña tenemos todo planeado para cuando salgamos de la universidad. 

—No me digás que la tenés panzona. 

—¡Vos estás loco! —dijo El Mecánico—. Si sale con esa gracia me cuelga mi papa.  

Cuando yo estaba en quinto grado el nuevo presidente del país era un gordo que hacía algunos años había tomado el poder y tras cada proyecto realizado en alguna ciudad o pueblo colocaba un rótulo metálico con la leyenda “Obras, no palabras”. René estaba en primer año de secundaria y José había decidido irse con su hermano a estudiar a una escuela privada en otra ciudad, entonces Santana se volvió mi mejor amigo. 

A esa edad, el suceso del cigarro había quedado en el olvido; en mi casa, mi papa había decidido poner un quiosco de gaseosas, posicles y hielo; desde que lo despidieron de la cooperativa donde estuvo desde finales de los ochenta conseguir trabajo se le había vuelto algo casi imposible.  

Yo me ponía a ver la tele y el futbol internacional se volvió un tema de conversación. Brasil era el equipo favorito de casi todo mi barrio, también el mío. Ya no jugaba monedas ni tampoco trompo y era todo un suceso irnos a bañar un fin de semana al mes a una piscina que habían abierto en la entrada de la ciudad, y el dinero que llevaba para las clases se había duplicado.  

Ese año me enamoré de Teresita, la niña más inteligente y guapa del salón que nunca me hizo caso. Me gustaba verla con su colita de caballo sentada en las primeras tres filas, frente a la pizarra y rodeada de amigas que se peleaban por hacer trabajos grupales con ella; Santana y yo nos sentábamos en la cuarta o quinta fila para estar más pendiente de la clase y de Teresita. Ella y yo siempre estuvimos en el cuadro de honor de la escuela, y eso me hacía albergar la posibilidad de algo entre nosotros. 

Una mañana Santana me confesó que le había enviado una carta.  

—Encendé un cigarro  —dijo El Mecánico luego que se echó un trago.  El otro le pasó los vasos de gaseosa y abrió la mochila. 

—Solo quedan dos —le dijo.  

—Entonces vamos mitad cada uno.  

El otro lo encendió y la lumbre iluminó sus rostros. 

—Maje, tapá ese cigarro porque si no de largo nos van a ver —dijo El Mecánico. 

—Mejor no lo hubiera encendido y así nos ahorramos el clavo —dijo el otro.  

—No, pasame un sorbo —El Mecánico estiró la mano y los vasos cayeron al suelo. Sorbió.  

—Eso era lo único que nos quedaba de gaseosa —dijo el otro. 

—Ni modo —dijo El Mecánico—, nos tocará a pico de botella y sin pasarela.  

—Ni modo, gracioso.   

 —¿A vos te gusta la Teresita? —me preguntó Santana.  

—No —mentí.  

—Qué bueno, porque yo le mandé una carta —me confesó dentro del aula de clases.  

A la hora de receso vi que ella estaba cerca del quiosco escolar con sus amigas mientras les leía la carta en la que le confesaban amor.  

Durante una semana hizo sufrir a mi amigo, no le daba respuesta y él estaba que se moría de pena, pues todos los días tenía que verla en clases. Una mañana ella se acercó a la mesa de nosotros y le pasó una carta. 

—Leela a la hora de receso, por favor —le dijo casi en tono de ruego.  

Yo estaba que me moría de celos. Santana miraba el reloj de pared y contaba los minutos para que se hiciera el recreo.  

Cuando sonó el timbre, salió corriendo hacia el fondo de la escuela. No quise seguirlo, si él se hacía novio de ella, me pondría a llorar porque por cobarde no le confesé mi amor a Teresita y tal vez yo hubiera sido su primer novio. 

—Loco, me siento bolo —dijo el otro.  

—Bajémonos y tapineamos al suave para que no te caigás de esa rama            

—dijo El Mecánico. Iban a hacerlo cuando el otro miró que a lo lejos venía el guía. 

—No hagás bulla —dijo El Mecánico.    

El guía encendió su linterna y empezó a revisar los rincones más oscuros del internado y de pronto alumbró el árbol en el que se encontraban. 

—Creo que nos vio —dijo el otro.  —Si vemos que se acerca a nosotros, saltamos.  

El guía caminó hacia ellos y tuvieron que saltar. Cuando cayeron, el otro botó la billetera. 

—Vámonos —dijo El Mecánico. Corrieron hacia los cuartos de las mujeres. 

En la carta, Teresita le decía que estaba enamorada de un chavalo de secundaria y que por eso no podía hacerle caso. 

Santana llegó al aula y sacó su mochila. No quería verle la cara a Teresita. Por suerte era viernes, así que se libraría de verla al día siguiente. 

No negaré que me sentí feliz cuando descubrí que ella no lo había aceptado como novio, aunque la tristeza de Santana me hizo sentir mal. 

El domingo por la tarde lo vi en la cancha, me dijo que no sabía si estaba o no enamorado de ella, pero sí que no era tan bonita como suponía. 

—Además —me dijo—, no me gusta que las mujeres sean más pequeñas que yo. 

El lunes Santana llegó a clases y fue muy indiferente con ella, aunque un mes después logró ser su novio.  Fue muy incómodo para mí salir con ellos, por eso me hice novio de Tamara, una niña a la que yo le gustaba desde que estábamos en primer grado.  

Durante dos años fuimos novios de las muchachas hasta que Santana hizo algo que no le perdonó Teresita. 

Recobrando la respiración, el otro le dijo al Mecánico: 

—Maje, la cartera que se me cayó fue la tuya. 

—Tranquilo, cuando el guía dé la vuelta vamos a traerla o voy yo, no hay falla—dijo El Mecánico.  

—Dale pues, porque así como ando no me agarra el maje.  

—Lo sé, te pusiste lento cuando corrimos. El otro se sentía cansado por la corrida. 

—Botá la botella —le dijo El Mecánico. 

El otro la tiró detrás del muro del internado. Fue por Teresita que me di cuenta que Santana había besado a mi novia. 

—No sé vos —me dijo Teresita—, pero yo decidí terminar con él. Ella para mí dejó de ser mi amiga. 

Por mi parte no me sentí mal con lo que hizo, saber que Teresita terminaba con Santana me hizo volver a tener la remota posibilidad de ser su novio; para ese tiempo ella era una adolescente de un busto pequeño y de piernas largas. Santana y yo habíamos crecido y ella se había vuelto de la misma estatura que nosotros.  

—Terminaré con Tamara —le dije.  

Santana se disculpó conmigo alegando que era un reto que le habían puesto los de quinto año, con quienes se juntaba los fines de semana, y también a quienes le conseguía paquete de cigarros Delta porque su papa los compraba por cartones; ellos no soportaron que él no quiso beber unos tragos de lijón. Aceptó el reto porque no sabía que era  Tamara la víctima. 

—Maje, si no vas a beber entonces besá a aquella chavala —le dijo el más grande de todos cuando vio que en una de las banquetas del parque cuatro muchachas platicaban. 

—Eso sí hago, aunque me putee después la chavala —dijo Santana. Se acercó, le tocó un hombro y cuando ella dio la vuelta él la besó.  

En el colegio yo había quedado como cachudo y para que no siguieran molestándome Teresita pasaba el receso conmigo. 

Para ese tiempo el gordo había dejado de ser presidente del país y el nuevo era un señor longevo que prometió muchas cosas, y en su periodo aumentaron los problemas en el país y se hicieron frecuentes los apagones eléctricos y de eso se hablaba todos los días en mi casa.  

Eran cinco córdobas los que llevaba al colegio, y cuando se sospechaba que habría una fiesta o paseo, pasaba ahorrando un mes para conseguir lo equivalente al valor de la actividad, y desde finales de mi segundo año mi madre había decidido comprarme ropa para mis salidas; en ese entonces ella vendía fritanga los fines de semana y le iba muy bien, y de vez en cuando me preguntaba si Teresita ya era mi novia y yo le confesaba que todavía no.  

Recuerdo ese año porque René había dejado de estudiar y se había ido a trabajar a Managua a una Zona Franca.  Un fin de semana que regresó me dijo que me llevaría a visitar a sus amigas. 

Casi no lo reconocí, pues se había cortado el pelo largo, usaba un bigote y se vestía elegante, no como cuando era estudiante de secundaria. 

—Son buena onda, les vas a caer bien —me dijo.  

Hasta que ya estábamos en un bar me di cuenta que las tales amigas eran unas prostitutas de las que se había hecho cliente. 

—Mara —le dijo a la más joven—, tratame bien a mi amigo —de la bolsa de su camisa sacó un paquete de cigarros Casino y encendió uno. 

—Cómo no mi chelito, si así de tiernos me gustan —le dijo y me acarició un cachete. 

—Cuando salgan te pago —le dijo y soltó una bocanada de humo. 

—Lo sé, mi amor; a vos hasta fiado te doy y ya lo sabés. Ella me tomó del brazo y me llevó a un improvisado cuarto. 

Cuando salimos, René se reía de mi cara. Mara se acercó y se dejó colocar un billete en medio de sus pechos. 

—Le dije al niño que cuando quiera lo recibo y le hago un descuento por ser tu amigo —dijo antes de irse.  

René le acarició las nalgas para despedirla y luego me preguntó si quería tomar, le dije que no, solo pedí una gaseosa cada vez que él llevaba bebidas dos cervezas.  

Lo acompañé durante dos horas y de ahí pagó un taxi que me viniera a dejar cerca de mi casa. 

—Tal vez regreso para las fiestas patronales —me dijo cuando nos despedimos.  

—Solo avisame para ver qué hacemos —le dije.  

Llegaron a los lavanderos de los cuartos dieciocho y diecinueve y vieron a una pareja que se besaba y quienes se separaron cuando los vieron cerca. Ella era la novia del Mecánico y el que la besaba era Carlos, el compañero de cuarto de los perseguidos. 

—Vámonos —me dijo El Mecánico—, dejemos que los novios sigan en lo que estaban. O tal vez él le está ayudando a estudiar para el examen. Ella intentó explicarle algo pero El Mecánico no se detuvo. 

—La cagaste, maje, de viaje que la cagaste con nuestro bróder —le dijo el otro a Carlos. 

El otro intentó seguir al Mecánico, aunque este tenía muchos metros de ventaja.  

Para las fiestas patronales de la ciudad René no vino, sin embargo Teresita me invitó para que la acompañara a la fiesta que se ofrecía por la noche. 

—Pasá por mí a las ocho de la noche.  

Cuando le comenté a mi madre me dio la llave de casa y me pidió que no llegara muy tarde. 

Cinco minutos antes de las ocho estaba en su casa, y ya me esperaba con un vestido rojo ceñido a su cuerpo.  

—Te queda lindo —le dije asombrado.  

En la fiesta vi que las amigas de Teresita que estaban en cuarto año le daban cerveza y ella, a su vez dividía el contenido para darme a mí; nosotros apenas cursábamos el tercero, por ella sí era capaz de beber.  

Recuerdo que para esa fiesta mi capital económico eran cien córdobas, apartando los sesenta que había gastado por la entrada de ella y mía.  

En el centro de la pista miramos a nuestras antiguas parejas, eran novios formales y como regalo de cumpleaños a Santana su padre le había comprado una moto, la que de vez en cuando sacaba para pasearse por toda la ciudad. 

Después de que Teresita y yo bailamos juntos doce canciones y luego de cinco cervezas divididas entre los dos, se le ocurrió darme un beso. ¡Por fin su boca se había juntado con la mía! Su boca que desde estábamos en quinto grado yo soñaba con besarla. 

No supe qué pasó después de que la fui a dejar a su casa a las once de la noche, solo sé que desperté en mi cuarto y en el piso había vomitado lo que ingerí la noche anterior y mi ropa tenía penetrado el olor a cigarro.  

Mi padre estaba furioso porque era mi primera borrachera.   

—¡Ve qué diaverga, a la primera salida vino bolo! —escuché que gritó.  

Seguí durmiendo, la goma y la felicidad no me la quitarían sus regaños. Creo que esa fue la última vez que me pegó, tal vez mi madre le había insinuado mi noviazgo con Teresita y por eso el viejo puso sospechar que mi borrachera era de felicidad.  

Cuando el otro llegó al cuarto, El Mecánico estaba partido por la decepción. Hacía media hora le había confesado sus planes para con su novia y por escaparse del guía pudo descubrir el engaño de ella.  

—Maje, no jodás, qué jueputas más mierda los dos —dijo El Mecánico. 

—Cierto —dijo el otro.  

—¿Vamos a la gasolinera? Quiero comprarme un six pack de cervezas. 

—No, ya es tarde y no seré capaz de subirme el portón —dijo el otro. 

No sabía si lo que quería era seguir tomando o evitaba verse con Carlos. Durante una hora hablaron y cada cierto tiempo El Mecánico se tapaba los ojos para llorar.  

Por un momento creí que Teresita sería mi novia, sin embargo cuando nos volvimos a encontrar me ofreció disculpas por su comportamiento. 

—Creo que fue la cerveza —se justificó—, no sabía que me llegarían tan rápido. Lo siento, te prometo que no lo volveré a hacer. 

—Ni me acordaba de eso —mentí.  

Esa mañana que destruyó mis ilusiones de soñarme casado con ella me entregó una invitación para sus quince años. Santana y Tamara también estaban invitados. 

Mi mamá se encargó de comprarme el regalo y de paso la ropa que yo usaría para verme culazo para las fotos. 

Sus quinceaños fueron una cosa impresionante:  una alfombra roja a media cancha, un pozo donde se depositaban los regalos, al menos unos doscientos invitados, unas sesenta mesas, cada una tenía una botella de ron; había cinco meseros y la entrada era con intransmisible. Sin embargo, a las diez de la noche fue la tragedia que arruinó el festejo.  

—No te hubiera dicho que botaras la botella —dijo El Mecánico—. Un buen trago es lo que necesito para olvidarme de ese cuadro que vi. 

El otro no dijo nada. 

—Antes que vinieras vos, la maje intentó llamarme, pero apagué el celular. 

—Tal vez te iba a pedir perdón —dijo el otro para consolarlo. 

—Que se queden juntos los dos hijueputas, ¡¿qué putas voy a perdonar?! Ya vi lo que vi y eso es suficiente para mí.  

Terminaron durmiéndose como a las tres de la mañana; Carlos no llegó a dormir al cuarto. 

Tamara y Santana habían salido de la fiesta y se fueron por más cervezas a la gasolinera que quedaba en otra ciudad, querían continuar su parranda fuera de la cancha, pero al regresar chocaron contra un cabezal. 

La mitad de los que estábamos en la fiesta decidimos ir a la entrada de nuestra ciudad y vimos los cuerpos que yacían en el pavimento. 

Para Teresita, la tragedia hizo de sus quinceaños un suceso inolvidable y a la hora de repartir el pastel solo sus familiares quedaron; las mesas vacías le dieron un aspecto de desolación a su cumpleaños. Tiempo después me confesaría que quiso irse con nosotros a ver a nuestros amigos muertos pero le dio pena dejar a sus familiares a media fiesta sin terminar. Tanto ella como yo esa noche los lloramos durante varias horas. Creo que esa noche descubrimos que las muertes empezarían a tener más impacto en nosotros conforme fuéramos creciendo, la adolescencia nos indicaba que la felicidad de la infancia era una etapa que jamás volveríamos a vivir. 

Cuando fui al entierro, mi madre me dijo: 

—¿Ves lo que ocurre cuando se empieza a tomar a temprana edad? No le dije nada, ella quería que le jurara que no volvería a tomar y no lo hice. 

Dos años después nuestra fiesta de graduación fue dedicada a ellos; yo me despedí de Teresita, a la que empezaron a llamar Teresa, pues ya era toda una señorita más alta que sus padres; decidí irme a estudiar a la UNAN-León.  

—¿Vas a viajar los sábados? —me preguntó en la fiesta que hicimos.  

—No, me quedaré en un internado. 

—Al fin y al cabo, ¿qué vas a estudiar? 

—Derecho. 

—Te deseo lo mejor —me dijo. 

—¿Y vos qué vas a estudiar? 

—Aún no me decido —me dijo—, pero si lo hago, será Sicología y en Managua. Esa fue la última noche que bailamos juntos.  

Yo pasé dos meses estudiando para el examen de admisión y cuando supe que aprobé, solicité beca interna. En el internado me asignaron en el cuarto cinco. Mis padres habían quedado en darme mil córdobas mensuales con la condición de que cada quince días bajara a casa por quinientos.  

Recuerdo que mi papa me dijo que a mi regreso a casa me daría un celular, para que así estuvieran más pendiente de mis gastos universitarios. Con su nuevo empleo de chofer en una ONG los ingresos en la casa habían mejorado, aun así, dejó que mi madre siguiera con su venta, pues ella no quería perder la clientela que con los años había ganado, y también pensaba en que nada me hiciera falta en la universidad.   

Por mis hermanas no se preocupaban, tres de ellas estaban trabajando y la otra se había fugado con su novio el primero de enero. 

Carlos, que era de Chinandega, estudiaba tercer año Educación Física fue el primero en ser mi amigo, después fue Rodolfo, de Jinotega y estudiaba cuarto año de Matemáticas, le decían El Mecánico porque desde que ingresó al internado se puso a reparar abanicos y planchas y con eso sacaba dinero extra para sus fines de semana. 

—Entonces sos radiotécnico —le dije. 

—Sí, pero estos babosos creen que a eso se le llama mecánica.  

A la mañana siguiente, el guía matutino tenía el informe de que dos personas estaban ingiriendo licor; a la hora del desayuno estaba esperándolos en la fila, sin embargo no llegaron a comer.  

A las ocho de la mañana llegó al cuarto cinco. 

—¿Quién es Rodolfo Pérez, de Matemática cuarto año?  

—Soy yo —dijo El Mecánico.  

—Había otro que estaba con vos anoche. ¿Quién es? 

—Era externo y esta mañana se fue a su casa —mintió.  

—Entonces vos acompañame a la Dirección.  

El Mecánico estaba de lo más tranquilo, hasta parecía que estaba esperándolo. Una hora después volvió y empezó a hacer su maleta. 

—¿Qué pasó? —le pregunté. 

—Me expulsaron. 

—¿Cómo supieron que fuiste vos el que estaba bebiendo? 

—Es que el guía nocturno halló la billetera y ahí yo andaba mi tarjeta de alimentación.  

—Maje, pero podés alquilar estos tres meses que te quedan para terminar el año —le sugerí. 

—¿Para qué? 

Ahí comprendí todo: se iba por la traición de su novia.  

Cuando terminó de hacer maletas, todos los que estábamos en el cuarto nos despedimos de él. 

—Ahí te queda mi closet —me dijo—. Si puedo, iré a tu casa a visitarte. —Con gusto te recibo —le dije. 

Después no supimos nada del Mecánico. De recuerdo me había quedado el último cigarro que habíamos olvidado fumarnos.  

La relación de Carlos se hizo pública; yo a veces estaba en el cuarto cuando llegaba a buscarlo la exnovia del Mecánico; a ella nunca más la saludé desde que la descubrí con Carlos.  

Ese año tuvimos otro presidente nacional, un tipo que llevaba tres periodos tratando de volver a serlo. Para ese tiempo yo ya podía votar, aunque no lo hice porque me había parecido que los candidatos eran señores o señoras de la tercera edad que nunca les había gustado trabajar en algo más decente, y con la presidencia, querían una pensión con la cual pasar mejor sus últimos veinte años de vida. 

Me faltaban cuatro años para terminar la universidad, y había aprendido a contar los años con amigos que iban desapareciendo, así como desaparecieron las marcas de cigarros Casino y Delta.