El último espectáculo

Una mirada a los últimos días del ícono ruso, Víktor Tsoi

Víktor Tsoi en 1986 (Wikiwand)

El último espectáculo

 

Cuando despertó, la habitación estaba aún a oscuras y el silencio se extendía por todo el apartamento. Las calles apenas daban señales de vida. Llegó hasta el baño, abrió la llave del agua tibia y lavó su cara frente al espejo. Se percató de que la cicatriz era menos visible. Sonrió desconcertado al ver su reflejo turbio en el cristal. Apenas se reconocía a sí mismo.

Salió del baño y apenas vestido con una bata llamó por teléfono a Yuti para decirle que no asistiría a la reunión en la que debían abordar los planes de la gira a Francia y el material para el nuevo álbum. Para sorpresa suya, Yuti no insistió como acostumbraba ante los repentinos cambios de Víktor. 

Jamás imaginó estar tan lejos de casa: Leningrado, sus calles, sus amigos de la escuela y la música que en ese entonces escuchaban con mayor atención que a cualquier asignatura; todos esos recuerdos lo asaltaron de repente. La música se había convertido en un paraíso intoxicante, pero al mismo tiempo en su infierno personal, un infierno que lo seguía a todas partes. Prácticamente pasó de ser un muchacho común y corriente a ser, según los periodistas más entusiastas, un símbolo de cambios en un lugar donde los árboles crecían de manera recta o eran cortados de raíz; su música había torcido el perfecto orden de los desfiles militares; las canciones y la propaganda de un pasado glorioso lleno de héroes y patriotas se había tambaleado ante un grupo de muchachos y sus instrumentos.

Había placeres impostergables que la fama les brindaba: mujeres, dinero, la idolatría de millones de jóvenes y, especialmente, el placer de sentirse reprobados por los dirigentes anónimos del partido político que desde hacía muchas décadas decidía el destino de las personas dentro y fuera de Rusia. Los últimos ocho años habían transcurrido entre conciertos, firmas de autógrafos, sesiones en el estudio, entrevistas, presentaciones televisadas de vez en cuando y grandes cantidades vodka. 

La vida de Víktor tenía pocas pausas. Una de ellas era visitar a su madre Valentina. Quien a sus sesenta años se había convertido en una especie de referencia en Leningrado. Quienes seguían de cerca a Kinó habían concebido un gran aprecio por ella; en sus cartas y llamadas Valentina solía compartir con Víktor todo tipo de saludos y a veces, hablaba de regalos por parte de los amigos de la familia y desconocidos. Su madre era ese viejo y fuerte rompeolas que lo sostenía entre el vaivén de la fama y la simpleza de vivir con la cabeza sobre los hombros; simpleza que, sin él proponérselo solo aumentaba la imagen icónica alrededor de su figura. ¿Necesitaba volver a ser ese muchacho del que su familia apenas ahora tenía conocimiento?

Se quedó dormido otra vez en el sofá. A duras penas pudo ponerse el abrigo desteñido que una fanática le había regalado después de un concierto en Moscú un par de años atrás. Salió a enfrentarse con el paisaje de verano: Un lago bañado por un sol radiante, las olas mansas en las costas, peces que huyen de la sombra de los botes y las aves. Se sentó a la espera del mínimo movimiento que tensara la caña de pescar. Miró su reflejo en el cristal líquido, apenas se reconoció a sí mismo. De repente vio su rostro en carteles, volantes, pantallas, en los noticieros partidarios (que lo repudiaban) y en las camisetas que vestían a miles de muchachos cada vez que Кinó llegaba a un estadio. Despertó sobresaltado.

A la mañana siguiente empacó algo de ropa, papeles y su guitarra y salió temprano hacia el Daugava. Las calles de Riga estaban oscuras y deshabitadas, invadidas por una neblina que permitía la visibilidad al menos hasta los treinta metros. El rio Daugava, al igual que él, nacía en Rusia, pero atravesaba los países bálticos. 

Al cruzar el puente Akmens perdió la concentración en la carretera debido a la neblina que salía del río. La poca visibilidad al menos permitía ver la pálida luz que cruzaba bajo el puente. A lo lejos algunos de los edificios más altos mostraban su silueta como monumentos de un tiempo condenado al olvido. Condujo por veinte minutos y pensó en la gira a Francia, un país donde, se suponía, las libertades eran bastante comunes. Pensó en el siguiente proyecto y se interrogó sobre el futuro de la banda, sobre el suyo propio. ¿Dejaría de ser un simple músico ruso para llenar las expectativas del supuesto mundo libre? 

Al llegar al parque Kekevas, sacó una caña que había comprado en una tienda, donde no pudieron reconocerlo, lo cual fue para él un gran alivio. 

El sol apenas proyectaba un halo de luz borrosa sobre las nubes, pero precisamente ese panorama le brindó la calma necesaria después de tanto tiempo de vagar de un lugar a otro. Encendió un cigarro, luego preparó el señuelo y lo lanzó hacía el agua. A estas alturas era muy difícil abandonar su liderazgo en la banda, alguien con su fama no podría pasar desapercibido, ni para los fanáticos, ni mucho menos para la censura estatal. El anzuelo había sido lanzado. Pero ni las aguas turbias de la fama, ni la promesa deshonesta de cambiar al mundo, podrían arrebatarle el respeto por sí mismo. Sabía que la soledad era el precio a pagar por la rebeldía, pero él siempre estaría dispuesto a pagar el precio. ¿No era esa oscuridad la verdadera misión de un músico?

Tomó su guitarra y empezó a tocar los acordes que compuso para el próximo álbum. Una hora después regresó hasta el vehículo en busca de su libreta. Copió los nuevos acordes en las partituras que había compuesto después de la gira a Minsk. 

Arrancó de regreso al apartamento. A esa hora el resplandor del sol empeoraba la visibilidad de la carretera. Decidió tomar la autopista que atravesaba una zona boscosa. De niño solía hacer lo mismo al terminar la escuela, dar vueltas enteras por la ciudad, aunque eso implicara una reprimenda por parte de su madre. El regaño merecía la pena porque oportunidad de pasar por la tienda de música clandestina. El viejo Mijaíl se las arreglaba para ofrecer discos de David Bowie o de The Cure. Tesoros que solo pudo conseguir, con tiempo y algo de esfuerzo en formato de casete.

Buscó en la guantera un casete que él mismo había grabado entre una gira y otra. Era el material para el próximo disco; lo introdujo en el reproductor, rebobinó hasta el principio y empezó a escuchar su voz entre los primeros acordes. Apenas llegase al apartamento tomaría el teléfono para llamar a Yuti, esta vez sería él mismo quien apresuraría los preparativos para entrar a estudios. 

El ronroneo monótono del motor y la desolada y recta carretera, empezaron a hacer mella en su mente desgastada por el insomnio. Sus hombros se adormecieron. Al despertar de súbito, una luz ofensiva le cerró los ojos por unos segundos. 

***

El 15 de agosto de 1990, Víktor Tsoi falleció en un accidente de tránsito en Riga, capital de Letonia. De la retorcida chatarra pudo recuperarse un casete que contenía las voces de lo que sería el próximo disco de Kinó, el álbum finalmente se publicó bajo el nombre Chyorny albom (álbum negro). Dos días después de su muerte el periódico estatal Komsomolskaya pravda señalaría la tragedia un 17 de agosto: 

“Tsoi significa más para los jóvenes de nuestra nación que cualquier político, celebridad o escritor. Esto es así porque Viktor nunca mintió y no estaba interesado en el dinero. Él fue y sigue siendo él mismo. Es imposible no creer en él... Tsoi es el único rockero que era la misma persona en el escenario y en su vida real, vivía de la misma forma en que cantaba...Tsoi es el último héroe del rock”.

Aldo Vásquez

Nació en Nicaragua en 1992. Estudió Lengua y Literatura Hispánicas en la UNAN - Managua. Fue partícipe del taller de poesía del Centro Nicaragüense de Escritores en 2014, impartido por el poeta Anastasio Lovo y posteriormente (2015) del taller de poesía del Centro de Investigaciones Lingüísticas y Literarias de su universidad, impartido por el poeta Víctor Ruiz. Con el poemario "Cadencias" obtuvo el premio nacional de poesía joven Leonel Rugama 2016, poemario que se publicó posteriormente bajo el nombre "Sobre olas turbulentas de tu sangre" (Álastor, 2019). Colabora como editor adjunto en la revista Álastor.

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