Lo fantástico como transgresión de lo real: clasicismo, romanticismo y función simbólica en Cassirer y Borges

"Borges se adelantó a modelos y propuestas que inspirarían o prefigurarían alguna teoría científica, como los universos paralelos".

1. La realidad simbólica del hombre en Cassirer.

 En su obra Antropología Filosófica (1944), Ernst Cassirer se proponía encontrar un principio unificador que superase el relativismo imperante en la academia de la época, resultado de la pluralidad de teorías parciales y excluyentes que trataban de explicar al humano antropológicamente. Dicho principio debería explicar al humano a la vez como un objeto de estudio (es decir, como fenómeno biológico, cultural, social con toda la diversidad de manifestaciones producidas por la actividad humana a lo largo de su historia que es aprehensible por diversas ciencias exactas) y también lo debía explicar como esencia (esto es como principio que da un sentido de identidad a esta diversidad de manifestaciones y, en última instancia, como sujeto empírico que se propone a sí mismo como objeto de estudio). A todas las teorías antropológicas anteriores reprochó el dar preeminencia a algunas  funciones particulares del espíritu humano, mientras ponían de lado todas las otras 1. Tras un meticuloso escrutinio de las múltiples dimensiones de lo humano, da con aquella actividad cuya función creadora resulta tanto exclusiva del espíritu humano como fundamental e inherente a su identidad: la actividad simbolizante, la cual no sólo es en sí misma la esencia radical que unifica la pluralidad del espíritu humano, sino que es aquello mediante lo cual expresa dicha esencia.

Dicho con mayor claridad:

El espíritu no es distinto a la forma de su actividad (…).  En este sentido, ser y quehacer son una y la misma cosa; es decir, el acceso a la fenomenología del espíritu se da a través de las manifestación de su actividad creadora: el espíritu, en Cassirer, no es una sustancia, no es un sujeto, es una actividad y en cuanto tal se le conoce por sus obras (González, 2012: 219)

Fiel a su línea neokantiana, Cassirer parte del axioma de que el hombre nunca se las ve directamente con la realidad, es decir con el ser-en-sí, sino que ésta le llega mediada por un sistema de impresiones sensibles ordenados por categorías a priori en estructuras de pensamiento. Esto nos da una imagen del hombre como un ser esencialmente limitado en comparación a la realidad en que existe.

El hombre, sin embargo, a través de la actividad simbolizante trasciende esta realidad, no rebasando su límite, sino que creando para sí una realidad diferente, que sólo él habita, y donde cada objeto está cargado de significados que interactúan entre sí para construir nuevos significados y así expandir sus horizontes. Estos objetos dotados de significados, y que constituyen el producto de la actividad esencial del espíritu, son los símbolos, unidad elemental, para Cassirer, de esta otra realidad  donde reina solitario el ser de lo humano:

El principio y origen del símbolo —nos dice Cassirer en su obra  Filosofía de las formas simbólicas—  hay que buscarlo en una creación autónoma del espíritu mismo. Sólo de a través de ella descubrimos y nos hacemos de aquello a que llamamos la realidad (Cassirer, 1985: 57).

A través del símbolo el hombre lleva a cabo una síntesis de dos términos esencialmente antagónicos: el mundo exterior y su propio espíritu. La interacción de ambos genera significados que trasciende el mero paisaje interior para articularse en estructuras simbólicas colectivas que tienden a universalizarse.

El significado generado por el símbolo no es algo artificial, fabricado a posteriori, que se adhiera a la realidad, objetivada en sí misma, luego de que el hombre la capta, sino, más bien, es la facultad creadora y simbolizante del hombre lo que constituye a la realidad en objeto con un significado que puede ser aprehendido por el mismo hombre. Así, el espíritu, para Cassirer, la unidad del espíritu busca objetivarse y exteriorizarse a través del profuso y variado despliegue de la actividad simbolizante del hombre. Este despliegue, arrojado siempre hacia el futuro, que tiende a la complejidad y sofisticación de las estructuras simbólicas, es el resorte elemental de la evolución cultural humana, la cual, por lo demás, ha permitido a la especie alcanzar un nivel de desarrollo que ha rebasado sus propios límites naturales, hasta el punto de constituirse en una nueva amenaza para sí misma.
 

2. La simbolización de los símbolos: la otra realidad, el arte.

En el apartado noveno de la segunda parte de Antropología filosófica Cassirer desarrolla su teoría del arte. Tras pasar revista a las tradiciones críticas y teóricas respecto al arte que desde Aristóteles han constituido el canon intelectual de occidente, encuentra un punto de divergencia que permitiría identificar dos grandes posiciones: por un lado, aquellos para quienes la belleza del arte está en la naturaleza, y por tanto al artista sólo le resta extraerla y reproducirla; por el otro, aquellos que, como Croce, opinan que  “la naturaleza es estúpida si se la compara con el arte; es muda si el hombre no la hace hablar” (Cassirer, 1987: 225), implicando que la belleza del arte reside en el espíritu humano, el cual se sirve de las formas naturales como medios para imprimir su esencia.

Cassirer propone, para resolver esta disyuntiva teórica, una distinción categórica entre “belleza orgánica” y “belleza estética”, y nos da un ejemplo: supongamos que caminamos junto a un río y ante nosotros se erige una estructura compleja de impresiones sensibles: colores que nos rodean, formas de los árboles, el olor de algunas flores, la profunda quietud del cielo y el caudal sonoro del río, es decir, un despliegue de belleza orgánica, que es radicalmente distinta a la belleza estética que podría producir la contemplación de ese mismo paisaje fijado al óleo por un gran paisajista. Resuelve de ahí que esta nueva realidad estética en que opera el arte constituye un universo de discurso independiente en sí mismo, basado en una nueva articulación y estructuración de los sistemas simbólicos orgánicos de los cuales surgió originalmente. Como nos dice, lo estético constituye “un nuevo reino”:

El reino de las formas vivas, no de las cosas vivas. Ya no vivo en la realidad inmediata de las cosas sino en el ritmo de las formas espaciales, en la armonía y contraste de los colores, en el equilibrio de la luz y las sombras (Cassirer, 1987: 226)

Propiedades estas que nacen y se articulan simbólicamente en el espíritu humano.

Por otro lado, Cassirer identifica claramente la expresión de esa dicotomía entre lo orgánico y lo estético dentro de la historia del arte moderno en occidente, esto es en la antítesis de lo clásico y lo romántico que ya en el siglo XIX2 alcanzaba su punto de máxima tensión. La teoría clásica no niega la fuerza creadora de la imaginación del artista, pero declara que esa fuerza creadora debe someterse a las reglas y vigilancia de la razón si es que se quiere alcanzar la perfección en la obra de arte: el artista debía ser un observador minucioso y atenido a describir y reproducir el mundo tal como se le presenta a la razón, la cual se identifica con la realidad. Pero para la antítesis romántica, que ya desde el siglo XVIII tuvo considerable importancia en la literatura de occidente, la función del verdadero artista consistiría más bien en sacar de cualquier objeto o realidad, por estéril que sea, la vivacidad y la  belleza que provoca la impresión estética. El producto estético ya no serían los objetos de la percepción en sí mismos, sino la impresión que estos producen en el espíritu individual del artista.  Esto implicaba un cambio de paradigma en le tesis clásica, donde lo probable, es decir, lo que se apega a la norma del sistema de símbolos objetivos admitidos colectivamente, se ve transgredido por lo maravilloso y prodigioso que sólo se puede hallar en la función simbolizante más íntima del individuo humano. Esta transgresión violenta constituye entonces una falta a la norma, a la convención colectiva del sistema de significados. Se da entonces una irrupción de nuevos símbolos que, partiendo del mundo objetivo, lo transforman al ampliar sus horizontes de significado.

Cassirer propone que ésta segunda postura, la romántica, está más arraigada al núcleo fundacional de la evolución cultural humana, es decir, al mito, crisol donde los símbolos del hombre son fundidos y refundidos, desdibujando sus estructuras, sus formas, para dar lugar a nuevos símbolos, más complejos e inusitados. Cassirer lo formula así:

La humanidad no pudo empezar con el pensamiento abstracto o con un lenguaje racional; tuvo que pasar por la edad del lenguaje simbólico, del mito y de la poesía. Los pueblos primitivos no pensaban en símbolos, sino en imágenes poéticas; hablaban fabulando y escribían jeroglíficos. El poeta y el mitopoeta parecen vivir en el mismo universo, se hallan dotados del mismo poder fundamental, el poder de la personificación: no pueden contemplar ningún objeto sin prestarle una vida interior y una forma personal. (…) El mito no era una alegoría vacía sino un poder vivo. Los poetas anhelan esta edad dorada de la poesía en la cual todas las cosas estaban llenas de dioses, toda colina era la morada de una ninfa y cada árbol la habitación de una dríade. Esta lamentación del poeta moderno parece infundada, pues uno de los mayores privilegios del arte es que nunca puede perder esta divinidad. Nunca se secan las fuentes de la creación fantástica porque en ellas son indestructibles e inagotables (Cassirer, 1987: 228)
 

3. La organización arquitectónica de los símbolos en la obra literaria

En La postulación de la realidad, ensayo reunido por primera vez en Discusión (1932), Jorge Luis Borges ya anticipa una distinción crítica de esta querella entre lo orgánico y lo estético en la literatura, al proponer lo romántico y lo clásico como dos arquetipos o dos procedimientos del escritor que, por lo demás, coinciden, en el plano del lenguaje, con la definición de Cassirer. Mientras que el romántico, explica Borges, se esfuerza por expresar a través del lenguaje algo que siente que no está en éste, sino en su propio espíritu, el clásico, por el contrario, “no desconfía del lenguaje, cree en la suficiente virtud de cada uno de sus signos” (Borges, 1974: 217). Luego cita un pasaje de Decline and Fall of the Roman Empire, obra publicada por Edward Gibbon en 1776, donde se describe la masacre que los turingios, aliados de Atila en la batalla de los Campos Cataláunicos, desataron sobre los francos de Meroveo. La crónica se desarrolla en un lenguaje preciso, y se limita a referir los hechos  de forma que el propio autor se desvanece detrás de lo narrado. En las última líneas citadas por Borges  se lee: “Degollaron a sus rehenes: doscientas doncellas fueron torturadas con implacable y exquisito furor; sus cuerpos fueron descuartizados por caballos indómitos, o aplastados sus huesos bajo el rodar de los carros, y sus miembros insepultos fueron abandonados en los caminos como una presa para perros y buitres.” Más adelante Borges hace notar cómo “el autor nos propone un juego de símbolos, organizados rigurosamente sin duda, pero cuya animación eventual queda a cargo nuestro” (Borges, 1974: 217).

Si esa organización simbólica es efectiva entonces la escritura logrará, para Cassirer, el impacto estético. “El equilibrio y el orden de estas formas es lo que nos afecta en la obra de arte” (Cassirer, 1987: 230). Dicho equilibrio y  orden es a lo que denomina la “arquitectónica del arte”. Los verdaderos problemas del arte, nos dice citando a Adolf Hildebrand, son los que plantean dicha estructura arquitectónica. Así, preocupados por el tono y la estética formal de su obra, los románticos optan por lo maravilloso en oposición a lo cotidiano, por la presunción metafísica de lo infinito en oposición a la finita existencia de los entes, anticipando en cierto modo, según nos informa Cassirer, el idealismo trascendental de Schelling, el cual propone que, mientras las ciencias humanas nos hacen rondar los propileos de la sabiduría, es el arte lo que nos permite penetrar en el templo mismo. Los románticos buscan nuevas bases sobre las que fundar la percepción estética y que permitan trascender la arquitectura simbólica clásica, la cual expresará sus estructuras más asombrosas con el naturalismo decimonónico. Espíritu y mundo se ven, una vez más como siempre, en una tensión simbólica primigenia provocada por el impulso de trascendencia del primero en relación al segundo. Siguiendo esa idea, el arquetipo romántico de la escritura se aboca a la búsqueda de una poética trascendental que propicie una verdadera transgresión simbólica al sistema de significados convencionales. La meta, una nueva estructura de símbolos que permitiera, más que pensar el arte desde la homogeneizante racionalidad filosófica, poetizar la racionalidad desde las funciones simbólicas únicas del espíritu.

No se requiere mayor evidencia para emparentar la poesía metafísica perfeccionada a lo largo de una vida por Borges, y el tratamiento literario de los grandes problemas filosóficos llevado a cabo en sus relatos y ensayos, con la esta descripción del ideal romántico planteado por Cassirer en su concepción de la “poesía trascendental”. Esta posición radicalmente romántica de Borges debe entenderse  más que como una contradicción entre sus textos (escritos con  una sobriedad de estilo y una precisión léxica y verbal que materializan el más puro clasicismo) y sus teorías literarias (donde lo clásico excluye estéticamente a lo romántico), como una síntesis entre lo que ya él había identificado como la relación sintética entre lo clásico y lo romántico.
 

4. La ficción como transgresión. 

Dice Cassirer, subrayando el carácter esencialmente simbólico y plástico del universo humano: “el verdadero poema no es la obra del artista individual: es el universo mismo, la obra única del arte que se está perfeccionando constantemente a sí misma” (Cassirer, 1987: 232). Borges podría agregar, simbolizando: “la historia universal es un infinito libro sagrado que todos los hombres escriben y leen y tratan de entender, y en el que también los escriben” (Borges, 1974: 669). Así cierra el argentino Magias parciales del Quijote, uno de sus ensayos más populares, reunido en Otras Inquisiciones (1952).

En este ensayo Borges identifica un rasgo de la obra de Cervantes que considera mágico, y que constituye la base de uno de los mayores aportes borgeanos a la literatura universal: el fundamento estético de un nuevo género, el de la literatura fantástica. Cuenta Borges que Cervantes, en su afán por insertar la locura poética de Alonso Quijano en un mundo estrictamente prosaico y cotidiano, evitó recurrir a cualquier elemento fantástico o sobrenatural (la transgresión simbólica de los románticos) que pudiera emparentar su novela con la literatura caballeresca que pretendía parodiar, sin embargo “insinuó lo sobrenatural de un modo sutil, y, por ello mismo, más eficaz (…) Cervantes se complace en confundir lo objetivo y lo subjetivo, el mundo del lector y el mundo del libro”. Alude a la escena donde el cura y el barbero encuentran La Galatea, obra anterior de Cervantes, entre los libros de Alonso Quijano. Borges empieza entonces a articular un catálogo de otros casos donde la ficción transgrede la realidad de “modo sutil”3: la escena de  Hamlet donde se representa una obra arreglada por Hamlet y que revela  el argumento secreto de la trama que lo envuelve, o el final del Ramayana donde Valmiki, autor de la obra, se encuentra con los hijos de su propio personaje, Rama, y les enseña a leer usando la obra en la que ellos mismos son personajes. Borges de inmediato propone una hipótesis:

¿Por qué nos inquieta que Don Quijote sea lector del Quijote, y Hamlet, espectador de Hamlet? Creo haber dado con la causa:  tales inversiones sugieren que si los caracteres de una ficción pueden ser lectores o espectadores, nosotros, sus lectores o espectadores, podemos ser ficticios (Borges, 1974: 669)

El sistema convencional de significados colapsa sobre sí mismo con esta violenta irrupción de lo ficticio en lo real. Cervantes va de alguna manera quizá inconsciente sentando desde muy temprano las bases de la síntesis que Borges llevará a cabo entre lo clásico y lo romántico, entre lo cotidiano y lo fantástico, en su concepción de la literatura fantástica.

Los defensores del clasicismo reprocharon a los románticos su abandono del mundo finito y humano de la experiencia sensible, así como a todo proyecto ideológico de transformación social, como demandaba el buen gusto intelectual de la modernidad incipiente. Sin embargo, ambas corrientes se vieron en aporía. Mientras los clasicistas, en su afán por refutar la concepción romántica de una poesía metafísica, regresaron a la antigua y limitada idea del arte como imitación de la naturaleza; los románticos, por su parte, se negaban a aceptar que la poesía pudiese habitar el mundo trivial y común de la experiencia sensible, y defendían para ella la estricta jurisdicción de lo fantástico.

 

5. Literatura Fantástica

Bioy Casares en su Prólogo de la Antología de la literatura fantástica (1940)4 coincide con la concepción del mito y la imagen poética como anteriores al pensamiento abstracto y a los símbolos que reporta Cassirer: “viejas como el miedo, las ficciones fantásticas son anteriores a las letras. Los aparecidos pueblan todas las literaturas: están en el Zendavesta, en la Biblia, en Homero, en Las mil y una noches (…) y hasta los libros de filosofía, son ricos en fantasmas y sueños” (Bioy, 2001: 15). Bioy identifica algunos elementos precursores de la literatura fantástica (como género literario más o menos definido) en novelas de escritores románticos ingleses del siglo XIX, donde incorporaban espantos o fantasmas en ambientes sobrenaturales o de atmósferas fantásticas. En estas primeras grandes novelas del romanticismo inglés la aparición de lo fantástico (por ejemplo el fantasma irrumpiendo en el pasillo o el monstruo hecho de cadáveres que cobra vida en una vieja torre) resultaba novedoso e inesperado. En obras que sucedieron a este género (y gracias a su gran popularidad y difusión hacia finales del XIX) la atmósfera sobrenatural se convirtió en un elemento que permitía anticipar la irrupción de lo fantástico y que restaba eficacia estética a la arquitectura simbólica de la obra, razón por lo cual “después algunos autores descubrieron la conveniencia de hacer que en un mundo plenamente creíble sucediera un solo hecho increíble; que en vidas consuetudinarias y domésticas, como las del lector, sucediera el fantasma” (Bioy, 2001: 16).

Cortázar, uno de los sucesores más directos de la literatura fantástica inaugurada por Borges y Bioy irá más allá en la formulación del género, manteniendo su esencia de irrupción simbólica en el sistema de significados que separa lo real de lo ficticio. Esta irrupción, paradójicamente, revela intersticios donde ambos órdenes convergen. En estas rasgaduras simbólicas entre realidad y ficción se abren nuevas posibilidades de significación con la capacidad de expandir los horizontes de las relaciones simbólicas que admitimos como convencionales, en un juego especulativo de rupturas poéticas con los modelos que la sustentan.

Cortázar en una lección dictada en 1982 en la Universidad Católica Andrés Bello postula lo siguiente:

El problema de esas situaciones, de esas irrupciones, de esas llamadas coincidencias en que de golpe nuestra inteligencia y nuestra sensibilidad tienen la impresión de que las leyes, a que obedecemos habitualmente, no se cumplen del todo o se están cumpliendo de una manera parcial, o están dando su lugar a una excepción. (…) Ese sentimiento de estar inmerso en un misterio continuo, del cual el mundo que estamos viviendo en este instante es solamente una parte, ese sentimiento no tiene nada de sobrenatural, ni nada de extraordinario, precisamente cuando se lo acepta como lo he hecho yo, con humildad, con naturalidad, es entonces cuando se lo capta, se lo recibe multiplicadamente cada vez con más fuerza; yo diría, aunque esto pueda escandalizar a espíritus positivos o positivistas, yo diría que disciplinas como la ciencia o como la filosofía están en los umbrales de la explicación de la realidad, pero no han explicado toda la realidad, a medida que se avanza en el campo filosófico o en el científico, los misterios se van multiplicando, en nuestra vida interior es exactamente lo mismo.

 

La literatura fantástica identifica y formula racionalmente los mecanismos del arte que, como actividad simbolizante, logra expandir los horizontes del mundo simbólico del hombre. La imaginación del artista, como diría Shakespeare, encarna las formas de las cosas aún no conocidas.

Decir que Borges es el escritor de ficción más citado por científicos, por haber descrito literariamente algunos modelos científicos, ya es un lugar común en defensa de lo anteriormente expuesto (lo cual, por otro lado, no le resta veracidad). Tan común que una búsqueda superficial en Google arroja entre los primeros resultados un artículo de La Nación de Argentina donde se lee:

Si uno pone "Borges Jorge Luis" en la Web of Science, el banco de datos de artículos de ciencia, aparecen miles de citas a su obra en trabajos de matemáticas, física, biología, economía, lingüística y paleontología. Quizá se deba a que Borges, el supremo conciliador del lirismo con la precisión, hace de sus metáforas un reservorio de imágenes donde conviven la ciencia con la visión mágica del mundo (Rojo: 2013)

En más de una ocasión Borges se adelantó a modelos y propuestas que inspirarían o prefigurarían alguna teoría científica, como el célebre caso del modelo de los universos paralelos, formulado de la misma forma que Hugh Everett III lo propondría diecisiete años después, en el cuento de Borges El jardín de los senderos que se bifurcan. O el caso de Foucault, quien en Las palabras y las cosas de entrada paga su deuda con Borges, como inspiración para sus teorías. O el caso del economista  ganador del premio Nobel, quien dedica todo un capítulo de su autobiografía a exponer la influencia que la obra de Borges ha representado en el desarrollo de sus teorías. Estos adelantos, operados gracias a una poetización simbólica de la razón y el lenguaje no asombrarían a Cassirer. Tampoco le hubiese asombrado el hecho de que las formulaciones de la literatura fantástica de los autores porteños citados en estas líneas se anticipen también a su propia teoría estética.

Notas:

1 Schopenhauer y Nietzsche concebían al hombre eminentemente desde la voluntad, Aristóteles y Descartes desde la razón, Marx desde sus relaciones de producción, Freud y Jung desde sus respectivas concepciones de la libido y el inconsciente, Darwin desde su desarrollo biológico, sólo por dar algunos ejemplos.

2 Tensión que habría de venir a ser resuelta poéticamente por algunas vanguardias literarias del siglo XX, en cuyas filas destacarían James Joyce, T. S. Eliot, William Faulkner y, como veremos, Jorge Luis Borges, grandes conciliadores del naturalismo y el simbolismo, movimientos que fueron sucesores directos de la querella clásica-romántica.

3 Estos catálogos o enumeraciones de obras, autores y conceptos, tan característicos de Borges, y que aparecen a lo largo de toda su obra podrían entenderse, desde la perspectiva de la antropología de símbolos de Cassirer, como la facultad simbólica aplicada ya no a las impresiones sensibles o emocionales de la experiencia, sino apoderándose de obras, autores y conceptos que han fundamentado la estructura de relaciones simbólica de occidente, para convertirlos en símbolos con nuevos significados que operan en otra estructura meta-simbólica, ya no la sensible, ya no la histórica, ni siquiera la simbólica, sino el símbolo y su función fractal en la historia humana. Una vez más, estaríamos ante la función simbólica de la literatura trascendiendo la realidad de la que ha surgido.

4 Recopilada y editada en colaboración con Borges y Silvina Ocampo, y que constituye un texto fundacional de la literatura fantástica en su concepción contemporánea. El prólogo citado podría constituir un manifiesto sutil y no programático de la Literatura Fantástica porteña de mediados del siglo XX.

Bibliografía: 

Borges, J.L. (1974). Obras Completas. Argentina: Emecé

Cassirer, E. (1987). Antropología Filosófica. México: Fondo de Cultura Económica

Cassirer, E. (1985). Filosofía de las formas simbólicas, I. México: Fondo de Cultura Económica 

González, R.A. (2012). En torno al habitar simbólico del hombre y la apertura original del mundo, desde la óptica de Ernst Cassirer. Andamios. 9 (19) 215-232

Rojo, A. (2013) Borges, profeta de la física cuántica. La Nación, 2. Recuperado el 3 de mayo  de 2011 de: http://www.lanacion.com.ar/1637992-borges-profeta-de-la-fisica-cuantica