Lo que pasa cuando nada pasa

Sobre la novela Coronel Lágrimas (Barcelona: Anagrama, 2015), de Carlos Fonseca.
Un día intenté ver con mi esposa Taxi Driver, la película de 1976 donde Martin Scorsese explota el talento de un Robert De Niro en plena forma interpretativa. Antes de que la pantalla mostrara a Jodie Foster en los albores de su carrera, ya estaba yo sin compañía frente a un argumento que se desenvuelve con una delicadeza no apta para impacientes: mi mujer estaba absolutamente dormida. Si intento imaginar una adaptación fílmica de Coronel Lágrimas, la novela con la que Carlos Fonseca, nacido en 1987 en Costa Rica y criado en Puerto Rico, hizo en 2015 su debut editorial, me encuentro con que seguramente sería también abandonado algunos fotogramas después de los primeros créditos.
 
El texto, editado en Barcelona por Anagrama, presenta a un antiguo matemático en su retiro de los Pirineos franceses, a punto de escribir un esbozo biográfico que nunca llega. La historia de todo un siglo contada fragmentariamente, con una lógica cercana al capricho o la locura. He ahí el proyecto final de una vida signada por un fracaso autoinfligido. Poco más es lo que sabemos de este personaje que va eludiendo cada intento de ser acorralado. Fonseca se vale de un estilo que recuerda al comentario literario refinado o a la enciclopedia elegante para acercársele cuanto es posible. Y ni así.
 
Asistimos a una narración imposible. El coronel nos pedirá pensar, quizá como consuelo, que el verdadero milagro de la existencia es que suceda algo en vez de nada. Y dejará un par de migas dispersas por el mundo en un periplo que arrojará frente a nosotros —al fin su último proyecto dando frutos— imágenes para pensar el siglo del que apenas pudimos salir medianamente vivos. Sin que casi notemos el esfuerzo, la voz narrativa va desgranándose delicadamente en múltiples voces, valiéndose de efectos caleidoscópicos que no escatiman riesgos, hurgando en actitud detectivesca cada pieza documental de la que podemos disponer en el refugio de este personaje que el autor creó tomando como modelo al casi legendario matemático Alexander Grothendieck, fallecido un año antes de la publicación de Coronel Lágrimas y cuya vida y genio hacen ver como pequeños conejos lacrimosos a las estrellas de rock de nuestros aquellos días.
 
Hay que pensar que, tras las pocas horas que avanza la trama desde la primera hasta la última de las 168 páginas del libro —del que Restless Books acaba de publicar una traducción al inglés—, una vida intentó ser explicada. A partir de las digresiones, los recuerdos de su madre loca y su padre anarquista, las comunicaciones con un editor mexicano que hace las veces de heredero ideológico e irónicamente antagónico, se dibuja con una nitidez inesperada la figura de un hombre que decidió cifrar lo más importante de su vida en una ecuación funcional que remite al juego de espejos que es la realidad humana.
 
A final de cuentas, igual que en el caso del taxista de la película (veterano de guerra), las márgenes por las que transita el coronel de la novela (pacifista, en realidad) quieren recordarnos que hay incongruencias profundas en el funcionamiento de nuestras sociedades. Y que, ante la frustración de no poder redibujar el mundo, el acto más radical que podemos ejecutar es darle la espalda. Y verlo apenas de reojo desde nuestro particular retrovisor.
 
Dicho lo cual: dulces sueños, amada mía.