El año de la necesidad en la casa de las presencias

Es el poeta de fuego que sube a las altas cumbres para ver la belleza intocable en el interior del lenguaje

Crédito de imagen Ernesto Castro Mora

     Alquimista modesto, Juan Carlos Olivas transmutaba, en un ejercicio de alucinación simple, la bruma de Cartago en un rincón de Londres. Así el profesor de inglés, devoto de T.S Eliot y de Mr. Pound, se nos mostraba como el heterónimo empírico de uno de los poetas más versátiles y prolíficos de los últimos quince años en Costa Rica. Para quienes gustan de las lides pindáricas, y de las comidillas respecto de las mafias de los premios y sus kafkianos jurados (esas atmósferas tan cercanas a la literatura del humor negro y del cínico sarcasmo), debemos mencionar que en efecto, Olivas es un poeta joven que en su país ha ganado casi todos los premios importantes a los que un joven poeta tendría la alegría de acceder, a través de un ejercicio poético consciente y esmerado, en la construcción de una trayectoria sólida que, desde La sed que nos llama y sobretodo Bitácora de los hechos consumados (Premio Nacional Aquileo J. Chavarría 2011 y el premio Academia Costarricense de la lengua 2012), pasando por El Señor Pound (Premio Internacional Rubén Darío, 2013, Nicaragua) hasta En honor del Delirio (Premio Paralelo Cero, 2017 , Ecuador) ha transcurrido en un celebratorio crescendo en cuanto a la madurez de sus visiones inmediatas, y la capacidad de expresión de una palabra abocada más bien al minimalismo lírico y a la nitidez de su narrativa poética.
 
    Resulta curioso que, ya sea transitando la bruma de Cartago o caminando sobre los rieles del tren, cercados por los viejos edificios industriales en la zona de Ochomogo, o departiendo en el estudio  de su casa al calor de un vino chileno, rodeados por la cercanía cálida de su esposa o de su hijo, el tema de los premios casi siempre era visto por su parte, no sólo con un sentido de sencilla gratitud, sino también con una alegre ironía. Una ironía que venía de la consciencia clara de quien sabe distinguir, desde lo que Quinto Horacio Flaco (un poeta que siempre nos congregó por distintas razones) llamaba el Domus Aurea, el abismo a veces insalvable entre el fenómeno poético, su epifanía decididamente solitaria, y las ratoneras laberínticas del mundillo literario. Así lo recuerdo, mientras invocábamos los espíritus de los poetas de la tradición anglosajona e hispanoamericana, delante de los retratos huraños de Rimbaud, de Pound, de Vallejo, en el librero de su pequeño y acogedor estudio. Estos recuerdos e impresiones vienen a mi memoria con una sensación de alegría y gratitud al enterarme que El año de la necesidad, su más reciente poemario, se ha alzado, entre el exigente jurado de la Diputación de Salamanca, con el competitivo V Premio Internacional de poesía “Pilar Fernández Labrador”.
¿Qué aporta este poemario a la trayectoria de este poeta más allá de lo que signifiquen o no los premios concedidos a los latinoamericanos en la península ibérica? Luego de haber obtenido el Premio Eunice Odio (Editorial Costa Rica,2016) con El Manuscrito y haber dado por cerrada la composición de Hija del Agua (Amargod Ediciones; Madrid, 2018), ese poemario casi epistolar donde la sombra de la malograda poeta se cierne como un fantasma intimidante en medio del aquelarre entre la palabra y la ausencia, me encontré con Juan Carlos en su estudio-hogar en Cartago, en medio de una especie de crisis creativa desbordada por algunas situaciones de tipo personal que, de una manera dolorosa, lo conectaban con los numerosos problemas que la sociedad costarricense ha venido enfrentando desde hace más de una década, en el declive de un modelo casi saqueado por la ingente corrupción de los modelos socioeconómicos, la incertidumbre de la brecha social en constante aumento y la incipiente violencia social muy conocida en el resto de Centroamérica. Recuerdo que, como suele ser su costumbre en mis fugaces visitas a su casa cuando paso por Cartago, me mostró, con esa misma mezcla de entusiasmo no exenta de incredulidad autocrítica que lo caracteriza, algunos borradores de algo que estaba trabajando en su libreta; eran los textos embrionarios de El Año de la necesidad. Unos textos que transparentaban de manera novedosa, verbalmente violenta respecto de su obra anterior, la empatía descarnada por el dolor del otro que, como el mismo poemario propone, jamás ha sido un dolor “ajeno”.
 
   Si Pessoa aspiraba a multiplicar su yo en esos dispares heterónimos que poblaban las oscuridades de una Lisboa inalcanzable, Juan Carlos Olivas ha sabido encontrar, a través de un lenguaje de metáforas elementales y equilibradas, y una dicción directa paradójicamente cargada de sugerencias muchas veces contundentes,  otras veces amenazadas por el efectismo, una manera eficaz de transgredir las máscaras y las caretas y los rostros de los poetas, músicos, pintores, artistas que pueblan la galería de sus amores y de sus propias obsesiones. Es el poeta de fuego que sube a las altas cumbres para ver la consumación de los hechos cotidianos que no corroen la belleza intocable en el interior del lenguaje. El poeta niño que renace de las cenizas de su biblioteca incendiada por el celo materno, como quien sale de un bautismo de sangre y fuego hacia la altura del lenguaje poético que transgrede la realidad de las palabras. Es también la voz del Señor Pound que presencia el apocalipsis del mundo desde las profundidades del manicomio, y es el fuego que se transmuta en la voz de un asesino en serie o en el agua intocable de Eunice Odio que nos espeta su desprecio desde su soledad reconquistada.
 
    El monólogo dramático aprendido de Browning y T.S Eliot, en sus aspectos más fragmentarios, sólo son los medios que utiliza, minimizándolos,  en el Dramatis personae que Olivas nos ha venido ofreciendo en los mundos conceptuales construidos en sus anteriores poemarios. El poeta es sus poetas y sus pintores y sus músicos, pero también es él mismo en las transmutaciones del fuego verbal que se revela y se esconde, se transparenta y se oscurece en la danza verbal que se ofrece en imágenes irreverentes como un swing de jazz alzado contra el mundo. Sin embargo, en El año de la necesidad pareciera que la voz del poeta, sin renunciar a la violencia de las imágenes, se vuelve sobre sí misma, y se desnuda delante de su propio dolor para encontrarse con los otros. Y esta vez los otros, hablando en la primera persona del plural, son las víctimas de una catástrofe natural, una inundación que arrasa las vidas de los eternos damnificados del sistema, (tal vez una alusión al paso del huracán Otto que devastó el norte de Costa Rica en noviembre de 2016), que le sirve al poeta no sólo para marcar el ritmo de todo el poemario sino para enunciar, sin grandilocuencias proféticas ni narrativas ideológico partidarias, el descalabro mismo de la casa común, el derrumbe infamante del sistema social, la caída estrepitosa de las viejas seguridades, la incertidumbre de no tener nada, ni un techo digno desde donde pronunciar la enemistad con la dicha  en las llanuras pantanosas de la realidad comunitaria; esa aldea inhóspita donde la violencia apabullante y la incertidumbre de las calles se convierten en el trasfondo verdadero de un poemario que, a través de la ironía sostenida, le apuesta a la “pobreza decente” no sólo de los medios verbales, sino de la ética interpersonal en medio de la pesadumbre de nuestros tiempos. ( Cf. Los poemas: El año de la necesidad; Canción del pobre; La candela; Romería; Historia General de las sombrías; Magnum 357).
 
Hay reminiscencias sutiles al Borges de Fervor de Buenos Aires en el poemario. Tanto en la apuesta por la dicción llana, de las pocas metáforas, como en la actitud ante la pobreza digna y la insistencia en el poder conjurador de la palabra. Sin embargo, si en el célebre argentino el Sur de su ciudad mitificada era el personaje que se imponía con sus patios, plazas, aljibes y atardeceres detenidos, en Olivas el personaje fantasma, como una ausencia de lo urbano, es la imagen de la casa que ya no se posee, el oikós que a la larga nunca fue nuestro en la narrativa del siempre desplazado. Y perder la casa es perder también el nexo con lo comunitario sedentario. Es regresar al origen de los nómadas, a la soledad del itinerante “Nadie nos reconoce allá en la calle/ y uno se da cuenta/ que el arte no siempre tiene la razón/…” Una errancia que lo conecta, como en una red subterránea, con el dolor de sus mayores, pero también con cualquier lector contemporáneo: “A veces quisiera tener una casa para huir de ella./ El hijo pródigo que llevo dentro así lo pide./Que en el recuerdo no quede piedra sobre piedra/ni la extraña bendición de la tranquilidad.”(Cf.Una voz en las afueras). El desarraigo de sus abuelos, pastores metodistas formados en el rigor de la Escritura, en una época en la cual ser metodista en la católica y provinciana Turrialba era ya una especie de heroísmo, se transforma en el desarraigo metafísico del poeta que sólo cuenta con su poder de evocación como asidero: “Que todos nuestros pasos conduzcan a la errancia, /a la fábrica de corazones nómadas/ que irá fraguando el tiempo”. (Cf. Una voz en las afueras).
 
Resulta interesante en este sentido que la palabra Dios, la cual aparece en mayúscula en varios de los textos, sea el pretexto del hablante lírico para dirigirse, a la manera de los poetas árabes o judíos, a esa divinidad ausente en medio del desierto que de alguna manera prolonga, como un eco sin respuesta (a menos que esa respuesta sea la del silencio cósmico), la orfandad del itinerante que apenas posee la palabra como una tienda que se enrolla y desenrolla en medio de las calamidades urbanas del desempleo, los humillantes desplazamientos habitacionales, y las mezquindades del fin de mes del poeta asalariado. El tono de estos textos a veces evoca la entonación de ciertos salmos construidos sobre el reclamo, el clamor y la pregunta sin respuesta al rostro de un Dios que pareciera brillar por su propia ausencia: “Dios mío,/ si eres real/ haz de esta página una puerta/ y dame tus manos para nombrar las cosas/”(Edad del temblor) un tono que a pesar de su carga existencial no renuncia a la exquisitez de la ironía como en el poema Las dudas de Jonás o cuando medita: “Los ateos son creaturas divinas” (Cf. Creer en lo invisible) como si esa figura retórica, que Olivas maneja con gracia y maestría, fuera la manera de evitar quedarse sepultado en el desamparo de los sin techo, cuando evoca a otros poetas que mordisquearon alguna vez el sinsabor de la pobreza: “Partimos de la premisa/ de que el poeta es un ser de las sombras./ No como un ángel gótico,/con un flor maldita en los bolsillos,/ sino simple y llanamente,/ de las sombras.” (cf. Mientras mirábamos una fotografía de Vallejo).
 
Después del desamparo de quedar sin casa y sin Dios:
“Tengo treinta años y aún no tengo casa propia.
Quizá sólo este puñado de piedras que se agolpan,
como dedos sobre el vidrio que separa
mi corazón de mi silencio”
                                                   (La Casa Edificada)
 
“Ten piedad de estos huesos que humillaste,
y haz que las cosas se manifiesten lánguidas,
puras en su propia humedad,
como en sueños se disipan
las letras de tu nombre”
                                                     ( La edad del temblor)
Al poeta sólo le queda su pobreza última: la de la palabra para celebrar su muerte como una casa que se sueña más que se realiza. Es ahí, en ese desierto, donde desfilan las sombras de sus verdaderos padres: Pessoa, Borges, Vallejo, Withman, antes de su último descenso al infierno de la cotidianidad (Cf. Una temporada con Borges; Mientras mirábamos una fotografía de Vallejo; Midnight Thinking; Las llaves del delirio). Es la pobreza decente de la palabra que, con ironía rebelde, nos defiende de la bestialidad del tiempo y de la pesadumbre que proviene de una especie de injusticia demoledora: “lo mucho que cuesta hacer poesía/ o el compromiso de ésta con el mundo exterior”. (Cf. Notas al pie de página; cf.Tratado sobre lo efímero que se nombra).
 
El tiempo es el marcapasos de la muerte. La muerte inmortal, individual o colectiva, que nos recuerda el cambio de una escasez a otra, donde la palabra poética no es más que otra manera de sucumbir al cambio, desde la única orfandad que nos justifica. De ahí la violencia a la que debe recurrir el narrador lírico, el cual, ante la muerte de lo sagrado “Lo que llamaste sagrado/ ahora yace en la tierra”, compara la palabra poética con una bala en boca (cf. La bala) para incendiar el tiempo “y ya el tiempo arderá/ como cualquier palabra” (cf. Lo Sagrado).
 
El paso del tiempo, que Olivas sabe acompasar desde sus lecturas de los Cantares Mexicanos, es evocado en dos piezas maravillosas: Sepia (Día de los muertos n 1.) y Conversación entre Catrinas (Día de muertos n.2). La muerte y la vida como las dos caras de la misma moneda en la vitalidad del viaje. Y la palabra celebratoria de la vida y de la muerte como el óbalo que el poeta entrega a los eventuales lectores como habitantes de otro tiempo:
 
“Supongamos que muero y que te mueres,
Y nos vamos por azar a algún desván celeste.
E intentamos hablar y no sabemos cómo.
E inventamos sílabas, fonemas, palabras
para poder nombrar lo que nombramos”. 
                                                    El Desván celeste
 
En El año de la necesidad, Juan Carlos Olivas se demuestra y nos muestra que “La poesía también sabe tomar la justicia con sus propias manos”. Sabe que ya no tiene nada. Y por lo tanto tampoco tiene nada que demostrarle a nadie, luego de la agonía con su propia sombra, a la luz de la palabra poética. Y sea porque nadie es profeta en su propia tierra, o simplemente a veces nos hace falta la distancia para ver con los mismos ojos con que nos ven del otro lado de las fronteras, El año de la necesidad al parecer no ha tenido la misma recepción entusiasta entre los críticos del Valle Central que ha tenido en España o en otros lugares de América. ( El poemario ya cuenta con una reedición en portugués, en Brasil, y otra reedición en Nueva York). Un poemario que es un elogio de la dichosa pobreza, del heroísmo del oficio, y de la decencia que hubiese encantado a su maestro Borges, ese otro profesor de inglés, cuya sombra no lo abandona en la atrevida bruma de su Cartago, ese barrio enorme que en ciertas noches de frío, el mismo poeta conjura con el afán de parodiar algún rincón de Londres.
 
“He vivido en los suburbios de la fiebre (…)
Si por mi fuera me quedaría  a la intemperie
pero ya tuve un hijo al que legar mi nada,
me nació una esposa en la humedad
que me demandan estrellas y una vida decente (…)        
(…) y con estas manos empezar,
                                 obrero de mí mismo,
a darle forma a esa casa incorpórea
en la que habitan desde ya
                                 todos mis muertos”
                                                                        La casa edificada
Que esa casa, para los eventuales lectores, siga siendo construida, con la calidez de una voz hospitalaria para todos sus huéspedes y amigos.