Invención y muerte

¿Hasta dónde se puede llegar por una historia?

Foto de Luigi Esposito Jerez (ver galería completa en Álastor).

En la caseta de la parada de autobuses del suburbio Invuh Las Cañas, el hombre parece muy cómodo en el centro de la banca de concreto; tan a gusto como habría estado en la sala de su casa.

Es un tipo envejecido, pero esbelto, fibroso.

Se supone que espera algún autobús. Pero los autobuses llegan uno tras otro sin que él se inmute siquiera.

Estático, quieto, observa la interminable cadena de vehículos que circulan en uno y otro sentido sobre la pista frontal. Su serenidad es sugestiva. Parece estar ante una partida de ajedrez y no ante un tráfico despiadado.

Sí, pareciera estar sólo en eso y no rumiando algún desasosiego propio.

Ahora se distrae y desatiende el tráfago de la autopista.

¿El motivo?

La trasera de uno de los autobuses que deja la bahía y se suma al tráfico; ahí, la foto gigante de una muchacha delgada, joven, en pantalones cortos, y con audífonos blancos sobre la cabeza, anuncia:

105. 5 FM

La radio que faltaba!

Es en ese momento cuando se acerca una mujer por el flanco izquierdo y se le sienta al lado.

Le dice:

—Vea, mae, ¿puede usted regalarme unas monedas para ajustar mi pasaje? Es que solamente tengo un billete muy grande.

La voz de la mujer es grave. Podría ser la voz de un muchacho aún imberbe. Además de eso, huele bien, huele a jabón de baño. Él no la mira. Sólo aprieta los párpados y, sin apuro, hurga en el bolsillo derecho del pantalón.

—Tome —le dice el hombre—. ¿Le sirven? Son dos monedas, no tengo más.

—Gracias —responde ella—; dígame: y usted ¿cuál bus espera?

—El de las ocho y treinta.

—Pero ese ya pasó.

—Sí, no quise subir.

—¿Por qué? —le dice la mujer.

—Porque la esperaba. Estaba esperando por usted, y vea que vino pronto.

—¡¿A mí?! —La mujer se encoge de hombros, luego sonríe—. Pero usted a mí no me conoce, ¿qué le pasa?

—Antes, no. Ahora, sí; ahora ya la conozco, porque me ha pedido dinero.

Un autobús llega. Callan.

El rugido del armatoste activa las sonoridades de la caseta que hasta ahora estaban en pausa: son los gritos de la vendedora de frutas, el pregón fuerte de un voceador viejo. (Todavía queda un periódico impreso en el país y sus titulares se saben a través de los alaridos nasales del voceador viejo). Suben los pasajeros y pronto el armatoste arranca, dejando dispersa una vaharada negra y pestilente.

—Ah sí, gracias por las monedas. Se las voy a pagar cuando lo vuelva a ver —dice la mujer—. Oiga, fíjese, yo también venía por el bus de las ocho y media, pero ya ve, vine tarde. ¿Me puedo quedar aquí con usted… a su lado? Bueno… ahora que dice que venía por mí, creo que se lo puedo pedir.

(Alguien desde el otro lado de la calle, en la acera de enfrente y que acabara de llegar, vería una pareja común. Un hombre y una mujer insignificantes hablando con la normalidad de esas gentes que van por las calles empatizando. Sin embargo, al otro lado de la calle, de la pista, la gente únicamente va del mismo modo que los vehículos, en uno y otro sentido sin ocuparse de ver nada).

El hombre le contesta sin volver la cara:

—Puede quedarse. La caseta no es mía. Pero, como le dije, ya tenemos negocios en común. Me ha pedido dinero; y, al igual que yo, está aquí por el bus de las ocho y media. Que ya pasó, por cierto. ¿Ve? Son dos asuntos en común ya. Pero… le advierto, si se queda, va a tener que acompañarme a un tercer negocio.

—Umm…

La mujer frunce la boca:

—¿Puedo saber ahora mismo de qué va eso? ¿Ese otro “negocio”?

—Para saberlo deberá ir conmigo a mi casa, en La Carpio —le responde el hombre.

—¿De veras?, ¿a qué?

—Ahí voy a matar a alguien.

—¿Matar? ¿A quién?

—A una mujer —le responde el hombre.

Por primera vez baja la voz. Y lo hace abriendo poco la boca, para agregar:

—Voy a matar a mi mujer.

—No sea güevón, mae. Usted no se ve capaz de eso. ¡Si pudiera usted mismo verse la pinta que trae! A ver… Pero ¿por qué tendría yo que acompañarlo?

El hombre ahora sí la ve. Pero no le responde. Tal vez está un poco sorprendido. Por su cara. Por un cutis que, aunque quebradizo y empolvado, es pulcro.

—Ya lo sé —dice el hombre, y otra vez va su mirada a los vehículos de la calle—, no tengo cara de asesino. Pero así como me mira, soy capaz de eso y mucho más. Aunque no lo parezca. Por ejemplo, yo soy profesor. En mi país educaba párvulos. Chavalos. En mi país también leía libros. Les leía libros a los niños y les enseñaba geografía.

—Eso ya no hace falta —dice la mujer bajando la mirada, con desánimo—. Acá sólo necesitamos gente que sepa hacer cosas que sirvan para algo.

—Lo siento, no sé hacer muchas de las cosas prácticas que hacen aquí. No puedo jugar al fútbol, por mencionar una.

—No sea majadero —dice la mujer recuperando brío—. Ni me diga de fútbol. A mí me la suda el fútbol.

—Pero sí soy un guardia muy eficaz. ¿Sabía que en la compañía en donde trabajaba me decían El Perro?

—Oiga, Perro, usted está loco. O más bien creo que está enfermo. ¿Podríamos hablar en serio? ¿Sabe una cosa?, de largo parecía más interesante. Pero ahora con esta plática como que me estoy aburriendo.

—Puede ser. ¿Quiere acompañarme, entonces? ¿A matar a esa mujer? ¿Mi mujer?

—¿Por qué la va a matar?

—Porque ya no quiere acostarse conmigo.

—Ah… Y ¿cómo piensa hacerlo?

—La voy a puñalear.

Ve a uno y otro lado, y agrega:

—A esta hora ya ha de haber vuelto a la casa. Vivimos en La Carpio. Ya le había dicho eso, ¿verdad?

—No, no lo ha dicho… o sí, ya recordé. Sin que lo diga se sabe: todos ustedes viven en La Carpio. ¿O no? —le dice la mujer.

—Pero antes de todo le voy a preguntar a ella si aún me tiene un poco de cariño. Y si me dice que sí, la voy a matar más rápido. Le hundiré el puñal. Sin decirle nada más. O tal vez le diga que la quiero un poco. Pero igual la mataré rapidito.

—Ya cállese, hombre, no sea necio. Empezando por que, a como lo veo, usted no tiene ni puñal ni güevos para matar a una pobre mujer desatendida. —Para de hablar, lo repara de pie a cabeza con mirada ceñuda, y continúa blandiendo el índice—. Más bien se me hace que de güevos le puedo hablar yo.

El hombre no le contesta. Vuelve a concentrarse en la pista. En los carros.

La mujer, en tanto, saca un espejo pequeño de la bolsa que cuelga de su antebrazo izquierdo. Es una bolsa de Zara. Luego toma un lápiz, le quita el protector, se embadurna de carmín y con destreza aprieta y hunde sus labios como si estuviera acomodándose una pieza dental postiza. Cuando retorna el espejo y el pintalabios a la bolsa de Zara, su boca está igual que antes, roja y con las mismas arrugas finas en las comisuras.

—¿Le gusto? —le pregunta la mujer.

El hombre voltea, la ve. Amaga sonreír.

—Primero me manda callar —le dice— y ahora me pide opinión.

—¿Sabe qué…? —le dice la mujer mientras abre la bolsa de Zara y corrobora que todo ahí está en el sitio correcto—. Todavía me cae bastante brete. Aún salgo con maecillos jóvenes. Y con mejor pinta que usted. Y me pagan bastante. Creo que es porque me depilo completita.

—Para todos da Dios —le dice el hombre.

—Oiga, mae, pero a usted Dios parece no haberle dado nada. Y menos que le va a dar si no deja de decir pajas y no busca qué hacer. Seguro su mujer lo engaña por falta de talento para el trabajo.

—Aquí no hay trabajo para la gente de talento.

—¿Así le dicen ahora a la pereza? —La mujer expulsa una carcajada ahogada. Tosigosa—. ¿Talento le llamás vos a la pereza?

La mujer, en medio del aspaviento por calmar la carcajada asmática, ha empezado a vosearlo. El hombre, en cambio, continúa con la forma respetuosa:

—Creo que usted debe saber —le dice— que hasta para ser vago se requiere disposición natural. Quizá por eso, por vago, fue que descubrí que mi mujer se acuesta con un rata. Por eso la voy a matar, para no matarme yo.

—Cálmese, búsquese otra paisita y ya, asunto arreglado. Mire que sobran las paisitas.

La mujer, ya repuesta del acceso de risa y tos, acerca su rostro al del hombre. Él intenta voltear con precaución. Es obvio que se ha avergonzado. Quizás por las espinas blancas de su barba rala e irregular o por su poca higiene. O quizás la cercanía de ella, su olor a recién bañada, le hace notar su propio aliento excrementoso.

—La voy a matar de todos modos —le dice apartando el rostro, huyendo—. Será un acto de fe.

Se levanta y, sin que la mujer tenga tiempo de reaccionar, la toma de la muñeca, jalándola.

Han salido de la caseta. Ahora están al borde de la cuneta.

—Venga, vea —le ha dicho al jalarla.

El hombre, estirando los labios, como dando un beso al aire, le señala a las personas que esperan el autobús, y le dice:

—Vea, hacen como que no existimos, nos evitan, pasan de largo. El aspecto que tenemos los asusta. Vea mi pinta, usted al menos huele bien, pero tampoco le tienen confianza.

—Diay, así somos, mae. Así es el mundo. Sólo yo soy la trastornada. La única a la que le da por hablar con un extraño, con un mae que ni conoce. Es normal que la gente se ponga recelosa.

Sin mucho esfuerzo, ella se desprende de su garra y vuelve a la banca de cemento. Se sienta. El hombre la sigue. Se sienta también.

—Pues así quiero ser yo, quiero volver a ser normal. Para no tener que hablar con extrañas como usted.

—¡Suave un toque! —La mujer aprieta los labios y las comisuras de su boca se cuartean semejando las patitas de un dinosaurio diminuto—. Yo sólo le pedí unas monedas, no le he pedido amistad.

—Disculpe, en realidad no quiero molestarla. Es que quiero volver a ser como antes. Es eso nada más.

—Usted sí que está loco… y ¿cómo era antes?

—Pues tenía miedo. Miedo de que me robaran, de que me acuchillaran, a que me detuvieran para pedirme los documentos. También sentía vergüenza por mi hablado. Y me amedrentaba ser reconocido por mis gustos. Pero ahora voy por la calle sin que me importe el cómo me vean o me valoren. De veras, usted, en serio se lo digo, quiero asustarme por la posibilidad de que me peguen un chancro, el sida o que me atropelle un camión. Quiero volver a sentirme así porque ahora no siento ni eso ni nada.

—¿Y por eso tiene que matar a la pobre mujer? —lo interrumpe—. Lo van a echar preso, baboso, y en el bote se lo van a sembrar.

—No —le contesta—, no me van a detener porque me iré por la frontera. Entonces…  ¿va a venir conmigo?

 

El día había comenzado a calentarse y las personas continuaban su tránsito por la parada de buses. Sólo la mujer y el hombre no se movían.

Seguían juntos.

Inseparables el uno a la par del otro; prolongando aquel vaivén oral que a ratos se volvía insulso.

Yo había estado escuchándolos todo el tiempo desde atrás. A prudente distancia. Haciendo malabares para no ser advertido y así poner oídos a lo que se decían.

Ya estaba pensando en marcharme y dejarlos, cuando de pronto se levantaron y subieron al autobús que iba hacia La Carpio.

 

He terminado de leerle las páginas impresas a Enrique, mi amigo, mi compañero de apartamento.

De carácter fraterno y voluntarioso, Enrique es muy paciente y objetivo a la hora de valorar mis ejercicios creativos. Como lector, es aficionado a los autores del boom, por supuesto que hasta donde la esclavitud de su profesión se lo permite. Digamos entonces que ante todo Enrique es un hombre perspicaz.

Algunas veces cenamos juntos en una sodita cercana a la casa en donde alquilamos el apartamento. Nos ponemos al día sobre nuestras rutinas: la suya de médico en formación y la mía como distribuidor farmacéutico. Y alguna que otra vez le muestro mis escritos. Pero esta vez nos hemos quedado en casa. Está lloviendo.

—¿Qué tal? —le pregunto—. ¿Creés que sea un buen comienzo?

—Oíme: ¿en realidad eso fue lo que se dijeron?

—Sí —le digo—, únicamente plasmé el espíritu de lo que pude escuchar.

—¿Y tu capacidad de fabular? —me pregunta Enrique, expulsando las palabras como si fuesen chorritos de aire, debido a sus dientecillos separados—. ¿Qué harás con ellos?

—Pues aún no lo sé, pero me queda por ahí una corazonada. Ya veré alguna luz —le digo.

—¿Cómo? ¿Dónde? —me dice.

—Ya quisiera saberlo, Enrique, pero aún ni tengo idea.

—Pero debés llegar a puerto, Igna. Y cuanto más rápido, mejor.

—Ya sé —lo interrumpo—, me vas a decir que solo fue una conversación de dos extraños, que lo único sacado en claro es que el tipo es un cornudo a la deriva, y que a lo mejor el asesinato no va a suceder porque el tipo ese sólo es un borracho, y que a mí me tocará ver cómo invento ese crimen.

Enrique no me dice nada. Sonríe.

Me pongo de pie, él sigue sentado. Voy hacia la persiana que da al patio y él continúa tranquilo. Sabe que nada de aquello le incumbe ni le afecta.

—Enrique, de veras —sigo—. Siempre que voy por ahí, por la calle, trato de pelar el oído porque pienso que esta ciudad, más que otras, está llena de historias y disparates. Por eso voy atento. Ya sabré qué hacer. Ya vas a ver cómo lo hago. Algo me dice que el final me llegará cuando menos lo espere.

—Bien —me dice Enrique con determinación—. Lo justo que debés hacer es que ocurra un bendito asesinato… y, por favor… debés apurarte. Hace tanto que hablás de publicar, que estoy empezando a dudar.

Me callo.

Creo que esta vez Enrique se ha fastidiado con mi habladera.

 

Dos semanas más tarde, cuando me disponía a visitar las últimas farmacias de la jornada, vi a la mujer.

Era tarde, más o menos las cinco de un día que había sido de sol fuerte.

Como de costumbre, la mañana se había lucido con un clima muy fresco y ventoso, pero ya en la tarde la presión aturdía. Había bastante tráfico. Otra vez la hora pico. Las presas.

Ella venía en dirección contraria.

En la acera de enfrente.

Balanceándose suave.

Parecía no importarle el ajetreo de la calle. Hasta se me antojó más guapa y atractiva.

Entonces la dejé pasar y caminé despacio tras ella. Siempre sobre mi acera. Calculando, sí, el momento en que nuestras trayectorias se intersecarían.

Retrocedí unos metros y crucé la calle casi corriendo para ir ahora por su orilla. Enredado entre los transeúntes que iban y venían, la seguí desde un prudente espacio. Al llegar a la esquina, paró. Se agregó al grupo de personas que esperaban el cambio de luz para cruzar.

Me apresuré y me quedé un poco atrás del grupo.

Pasó. Pasé.

Pasamos.

Llegó a la próxima esquina y luego se detuvo para cruzar otra vez la calle y seguir sobre la misma dirección. Y yo siempre a la zaga del grupo de caminantes que esperaban el otro cambio de luz para avanzar. Mi rumbo, además de insensato, era automático. No sabía por qué, pero lo hacía: la seguía desaforadamente.

Era indudable que terminaría hablándole.

Caminamos tres cuadras. Se detuvo y vio tras la persiana de vidrio de una tienda de baratijas. Yo estaba detrás de ella. Muy cerca. Quizás a unos cinco metros.

Es el momento en que sin pensarlo mucho me apuro hasta ponerme a su lado.

La saludo:

—Hola.

Ella voltea y me mira. Desconfiada.

—¿Qué le pasa? ¿Lo conozco? —Abre los ojos muy grandes, pues los tenía entrecerrados por el esfuerzo de enfocar la mirada en los abalorios de la tienda.

—No, no me conoce, pero yo sí —le digo.

Ahora ella mueve los párpados varias veces, como si le hubiera entrado basura en los ojos.

—No creo, no me acuerdo de usted.

—No. Es decir yo la conozco, pero usted a mí creo que no. Yo la veo de seguido por la calle. —Le mentí.

—Entonces, ¿por qué me habla si no tenemos negocios en común?

Tras la pregunta vuelve a fijar su atención en la mercancía que se exhibe detrás del vidrio y la verja de hierro.

—Usted no me conoce —le digo—, pero creo que podríamos entendernos. Podríamos ir a tomar algo juntos y quizás al final hagamos un buen trato.

—Usted está loco. Hay cada loco, ¿sabía usted?

Con la interrogación levanta las cejas y advierto que entre frase y frase se acomoda con un ademán artificial los cabellos sobre la nuca.

—El otro día —continúa sin perder de vista los abalorios— estaba yo con mi compañero, porque soy comprometida, sepa que tengo novio, un compañero que me defiende, estábamos viendo un partido en un bar, en verdad yo lo acompañaba a él nada más, porque no me gusta el fútbol, y entonces llega un loco y me toca el culo, y entonces Felipe, mi compañero, se enjarana con el loco y le revienta la cabeza. Menos mal que Felipe había dejado la pistola. Entonces sí habría sido una torta. Claro que lo echaron preso al mae. Pero menos mal que el tipo era un loco sin oficio ni beneficio y Felipe salió libre cuando los tombos vieron que únicamente me había defendido.

—Señorita, yo no estoy loco —le digo—, soy una persona trabajadora, vendo medicinas.

—Ya sé. Todos son iguales. Ustedes son los más tacaños —me dice.

—Por favor, no lo tome a mal. Sólo quiero compartir un momento.

—¿Sí? Ve —se suaviza—. Sabía que usted había sido mi cliente. Pero hoy no podrá ser. Ando enferma. No joda.

—Quisiera sólo compartir. No deseo acostarme con usted. Por ahora. —Bajo la voz un poco. Buscando un registro sugerente.

—Usted en algún momento habrá sido mi cliente. ¿Sabe que está siendo muy confianzudo? Mientras habla celebro el acierto de haber bajado la tonalidad de mi voz—. Tengo diez años de ser puta. No es tan complicado cuando una tiene quién la cuide. Desde que dejé de bailar en El Cortijo me dedico a esto, ¿conoce El Cortijo? ¿El Cortijo? Es un night club. Ahí bailé varios años, pero desde que salí de ahí me dedico a atender clientes a domicilio. Felipe se encarga, tiene sus contactos.

—Oiga —la interrumpí—, ahí hay un bar cerca. —Señalo un rótulo de cerveza que anunciaba un bar—. Vamos a tomar algo y de paso me sigue contando.

—Cálmese, tranquilo, tranquilo, tranquis.

Eleva la voz, con apuro, con suave tendencia hacia el enojo.

—Podemos hacerlo. Ir por allí. Pero antes debe aceptar que ha sido mi cliente en algún momento. Usted no pudo haberme conocido más que de ese modo.

No tengo más remedio que seguirle el juego. Debo aprovechar que para ella es importante que haya algún precedente entre nosotros. Eso parece darle seguridad y confianza. También me da cierta ventaja que, según veo, no recuerda los rostros de sus clientes.

—Sí —le digo—. Tiene usted razón. Yo una vez salí con usted. Hace ya tiempo. Y no la olvidé. Por eso me atreví a dirigirle la palabra. Y le confieso que he querido hacerlo desde que la vengo viendo por el lado del Invuh.

—No vivo por esa zona. De seguro fui por algún cliente —me interrumpe.

—A propósito, el otro día usted hablaba con un hombre que no la dejaba en paz.

—Son muchos los que no me dejan en paz —me dice alargando la “u” de muchos, en evidente alusión a mí mismo.

—Y ¿qué pasó con ese hombre que le pedía que lo acompañara a matar a una mujer? ¿Se deshizo de él? Yo escuché las locuras esas.

—¿Qué quiere usted conmigo? —me dice, y para en seco.

Las arrugas en las comisuras de los labios le tiemblan nerviosas como si estuviera a punto de darle un ataque de parálisis facial. Una vena le sobresale en la frente. Enrojece.

—¿Qué le pasa? —me dice con tono alto, nervioso—. Yo no he conversado con ningún loco de matar a una mujer, por favor… ¡Déjeme en paz, mae!

Entonces deja de observar el escaparate y camina rápido. Alejándose de mí.

Yo la sigo y ella al sentirse perseguida vuelve, se planta, y me dice con la decisión de quien ha pensado mejor el asunto:

—Okey. Son quince mil. Y sólo puedo estar una hora con usted.

—Está bien. —Despliego mi billetera y le doy dos billetes de diez mil cada uno.

—Tome —le digo—. Son veinte rojos.

Entonces me sonríe con la cortesía de quien está perdonando una falta leve, y me dice:

—Vení. Y no es cierto que ando con la regla.

 

Así fuimos andando sin hablar más hasta llegar a un bar:

“La Fonda de Frania”.

Así se leía en el rótulo de Pilsen.

Al traspasar la cancela de la entrada, nos dieron la bienvenida las mesas atestadas de bebedores, el olor a chicharrón y cilantro de los chifrijos y la música de mariachis. En las paredes las pantallas planas emitían imágenes de un noticiero, pero nadie les ponía atención.

La mujer atravesó el salón ignorando todo. Muy seria. Con seguridad. Yo iba detrás, a paso nervioso. Al llegar al fondo saludó a la mujer china que parecía la dueña y luego, haciéndome una señal inequívoca, me dijo:

—Apúrese, que acá si lo ven pendejo lo enamoran.

 

De la habitación bastará decir que hacía juego con la totalidad de la cantina. Apenas iluminada por una lámpara de mesa que entreveraba contraposiciones opacas, me inquieté más por la claridad que por las zonas umbrías. Las franjas de luz, que parecían desgajarse como aspas gigantes desde el hongo de la lámpara, hacían percibir un empapelado con filigranas que asemejaban culebrillas repugnantes.

No puedo negar que me puse inquieto. Por un lado me estremecía la cercanía y el olor personal de la mujer, pero por otro, aquel empapelado anacrónico y repulsivo me encajó una sacudida gástrica. Y creo que esto último se impuso, porque preferí conformarme con el intro.

—¿Sólo por una mamada me has pagado tanto? —me dice.

—Son cosas mías. O tal vez es este sitio lo que no me gusta. Lo que me cohíbe. No es por usted.

—¿O es que sos playo?

—No. Simplemente por hoy no deseo más que eso.

En ese momento no puedo aguantarme y le pregunto a boca de jarro:

—¿No me va a contar qué pasó con el hombre de la parada de buses del Invuh que decía que iba a matar a su mujer?

Hasta ese momento ella ha estado recostada en la cama con los pies colgando. No se ha desnudado. Yo estoy frente a ella, sentado. Moviendo mis rodillas con lentitud. Aún con la portañuela abierta. Relajado tras la eyaculación. Pero el salto que ha dado para levantarse de la cama hace que casi me caiga. Ahora parece una mujer diez o veinte años más vieja. Ruego por que la música al otro lado, en el salón, haya apagado su grito. No puedo ver sus colores, pero quizás ha enrojecido. Solamente puedo percibir el temblorín de las patitas de dinosaurio en las orillas de su boca cuando acerca el rostro para increparme:

—¿Acaso sos tombo, carepicha? Mucha preguntadera. ¡Estás loco! Yo no he conocido a nadie así. Los vagos no son mi negocio. ¿Por qué me pregunta por gente carepicha?

—No, no soy policía. ¿Acaso no escucha mi acento? ¿Dónde se ha visto un policía paisa; que sea nica?

—Entonces, ¿por qué picha anda preguntando por esa gente?

—Por favor, no lo tome a mal —con el susto me ataca la sinceridad, pero sé que para ella lo que digo no va a tener ningún sentido—, es que me gusta escribir historias. Quizás algún día escriba sobre ese paisa a quien le han puesto los cuernos y que, propiamente el día en que va a consumar el hecho, le sucede algo, no lo sé. Digamos que lo mata un camión mientras camina distraído, o que lo asesinan los narcos por equivocación, o hasta quizás que su propia mujer lo mata en defensa propia.

He trastabillado al hablar. Y en verdad la mujer no ha entendido nada. No lo entiende.

—¡Vea! No sea mierda. Lo sabía. ¡Otro vago! Por favor, vaya jalando. ¡Jale! ¡Jale!

—Espere. Le prometo que la próxima vez no la molestaré con mis tonteras. No me haga caso.

—Váyase que tengo un colerón. Mae, usted sí que es necio. Si me sigue jodiendo, va a tener que conocer a Felipe. Y Felipe no caga cuentos.

—Oiga usted, no quiero hacerle daño. Sólo que me gustaría que lo hiciéramos en otro sitio. Aquí no me siento cómodo.

—¡Mae, usted sí jode! Me vale verga si le pica un alacrán aquí. Yo sé que no me cree cuando le digo que ahí al otro lado está Felipe, pues… será peor si no cree. Y váyase. Que ya me enturcó, como dicen ustedes, paisas de mierda.

 

Al salir, atravesé el salón a paso rápido. Pensando en que Felipe de seguro me vigilaba desde algún lugar del bar. Era razonable que hubiese estado ahí todo el tiempo esperando alguna señal de la mujer.

Sentí vergüenza. Mucha vergüenza. Y también comenzó a estrujarme una impresión inquietante y progresiva.

Ahora ya no sé si continuar indagando sobre el sujeto de la parada de buses en el Invuh Las Cañas. Lo que sí creo es que, pese al tal Felipe…

volveré a buscar a esa mujer.

 

Soy Enrique, amigo de Ignacio.

Yo soy el personaje arriba citado.

Las páginas anteriores las tomé de entre las cosas de Ignacio después que su cuerpo fuera encontrado en una quebrada entre Itiquís y Tuetal.

Según el reporte del forense, tenía a lo sumo dos días de muerto. Lo habían ejecutado con dos balazos: uno en la tetilla izquierda y otro, quizás el de gracia, en la nuca. La OIJ tipificó el hecho como un caso más de sicariato. Y por supuesto anunciaron que la investigación quedaba abierta. Aunque ya se sabe que esa es una manera de cerrar los caso de inmigrantes muertos.

Es probable que Ignacio haya tenido algún otro encuentro con la mujer antes de ser asesinado.

Pero ¿cómo saberlo?

Al principio pensé que Ignacio estaba fuera del Gran Área Metropolitana por asuntos de su trabajo. Pero fue sólo al aparecer la policía cuando supe que su ausencia tenía fundamento en la desgracia.

De más está decir que fue muy duro para mí. Ignacio era sólo un muchacho tranquilo. Un tipo que alucinaba con algún día publicar alguna de sus historias. Pero así es la vida, ¿qué le vamos a hacer?

El casero le habló a la policía de nuestra amistad.

Cuando me interrogaron les di detalles, les hablé de todo lo que a mi parecer podía tener importancia para el esclarecimiento del crimen. Y de alguna manera les mencioné el asunto del relato. Pero creo que la policía no entendió nada.

Por supuesto que no lo iban a entender.

Gracias al casero y a la indiferencia de las autoridades, para quienes el suceso fue una pasada de cuentas sin trascendencia, me quedé con algunas de las pocas pertenencias de Ignacio: ciertos libros, las páginas impresas existentes y una réplica pequeña, en marmolina, de una gorda de Botero que había traído de su ciudad, Estelí. La computadora y la ropa el casero se las dejó para recuperar algún dinero, por si de repente aparecían los familiares de Ignacio.

Entre las páginas impresas, estaba el relato que he pasado en limpio y al que sólo le he corregido algunos errores mínimos de ortografía y unos cuantos de teipeo.

Al día siguiente de esculcar sus cosas fui a la OIJ con el relato en la mano. Pero el oficial esta vez me dijo que no podían comenzar una investigación seria con base en un invento literario.

—Mirá, hombre —me dijo—, su amigo escribía cuentos, ¿no es así?

—Sí, es la verdad. Estaba obsesionado con inventar historias —le tuve que responder.

—Pues vea —me dijo poniéndose de pie— que en base a las fantasías de su amigo es poco lo que podemos hacer. De entrada se ve que son pajas mentales. Puras tonteras de poeta.

Cuando la hermana de Ignacio llegó de Nicaragua con la misión de repatriar los restos con ayuda del consulado de su país, apenas llegué a saludarla y darle mi pesar. No le hablé del relato. Tampoco la vi con ganas de saber nada.

Luego, durante unos días, y después del trabajo, decidí hacer recorridos.

Me bajaba del autobús antes de llegar a mi casa para caminar por la ciudad; transitar un poco el área de la ciudad por donde se supone circulaba Ignacio. Imaginándome a mí mismo como ese flâneur del que más de alguna vez me habló con tanta fruición.

Tenía la esperanza de averiguar algo. Quizás encontrar a la mujer esa.

Pero nunca, jamás, vi nada ni a nadie.

Por la calle van tantas mujeres que cualquiera o ninguna podría ser la del relato de Ignacio. Así que muy pronto pude advertir que estaba emprendiendo una búsqueda ridícula. Sin sentido.

¿Cómo saber si la tal mujer esa —si es que acaso existe— es gorda, flaca, alta, pequeña, de pelo amarillo, rojo o negro?

La escritura de Ignacio poco o nada dice sobre el aspecto de sus personajes. Además mi mal logrado amigo, como buen prospecto a escritor de ficción, falseaba la realidad sin ningún tapujo.

Por ejemplo, los sitios El Cortijo, La Fonda de Frania no existen, al menos con esos nombres. Y por eso hasta se me ha dado por dudar si aquella mujer en realidad no era mujer: a saber si acaso no era un homosexual.

Entonces… ¿cómo asegurarme de qué podía ser real o inventado en el escrito?

Con el martilleo de tales interrogantes, semanas después dejé el asunto. Me desatendí.

La vida tenía que continuar, ¿no?

Sin embargo un descubrimiento me puso a pensar de nuevo en la muerte de Ignacio.

Mientras exploraba lecturas y noticias diversas en el Facebook, el algoritmo me salió al paso con una información pasada: el hallazgo de un cadáver en una cañada entre los pueblos de Tuetal e Itiquís. Según la nota, el hombre era un guachimán nicaragüense, presuntamente ejecutado a balazos.

Al ver la fecha de publicación, cotejé que el suceso pudo haber ocurrido algunas semanas después de la época en que Ignacio me leyó las primeras páginas de su relato.

Es obvio que Ignacio y yo pasamos por alto la noticia. Y se entiende. Los crímenes con rasgos de sicariato se han vuelto irrelevantes de tan cotidianos; además, ni siquiera teníamos un televisor en el apartamento. Y lo lamento.

También lamento toda la seguidilla de circunstancias que culminaron con la muerte de mi amigo.

¡Qué miseria!

Creo que si hubiésemos tenido la oportunidad de sospechar (como ahora lo hago) que el cuerpo encontrado en Tuetal era de aquel desgraciado que según Ignacio, en la parada del suburbio Invuh Las Cañas, fantaseaba con matar a su mujer infiel; él, mi amigo, mi querido Ignacio, quizás aún estaría vivo, concluyendo de un modo distinto esta su invención.