Cinco

Voces que chocan entre sí. Un funeral que nunca acaba. Secretos ocultos en un nombre.

Foto de Luigi Esposito Jerez (ver galería completa en Álastor).

Es una hora tarde y ella no está lista. A los funerales no se invita, pero debían invitarla. Es un nuevo suceso escuchar a la suegra llorar mientras trata de unir las palabras que se revuelven en su estómago: “se ha suicidado”. Un mes antes la habría apurado, llamaría a su madre intentando despertar a la hija, arrojaría piedras a la ventana, llamaría a la vecina para que se autoobligara a salir a tiempo de casa; pero no hoy, estoy admirando su cuerpo tirado en el sofá de la sala, medio desnudo, medio vestido, con moretones que la acusaban de sobreexcederse la noche anterior.

Suicidio, sí claro. Ni viuda ni esposa ni novia. Ni suegra ni hija ni nieta. Esa señora siempre molesta, ayer llamó apurada porque necesitaba que llegara a recoger a su hijo de crianza del colegio que queda a unas cuadras de mi casa, se cree la patrona mandando a su niñera o, en el mejor de los casos, a la nana a la que le han usurpado la vida hasta la médula. No fui al colegio y hoy no iré al funeral. Siempre lo espero en la esquina, hace un tiempo lo habían asesinado, unos años atrás habría muerto de anemia; y hoy se ha suicidado. No saldré.

Esa se cree la muy bonita, no vendrá, te lo digo, Petrona… deja de llorar, ese muchacho ha muerto cinco veces y siempre reaparece, sonriente, con un poco de tierra en el cabello, disculpándose y jurando no volver a irse, deja de llorar que si tú mueres no vas a volver, ya no existe Juancho para que querás volver, así que sólo te queda un círculo para caminar en este infierno.

Su pierna cuelga de la arista redondeada del sofá hasta dejar en péndulo su pie, un pie que vuela y salta en el aire como falto de cuerpo, un pie sin oxígeno y poca circulación, un pie que empieza a adormecer luego de unos minutos en la misma posición a 10 cm del suelo, ladeando el tiempo en cada dedo deforme, juega a ser inconsciente de los funerales celebrados desde hace años a la misma persona. Es dos horas tarde y aún ve el techo, las pupilas se abren imitando la reacción de anoche luego de un golpe bajo de su compañero; la observo absorto, en silencio, con mi boca entreabierta como si pudiera tocarla con mi lengua. Tiene la piel húmeda, tensa; tan viva y oscura como una chiquilla de 17 años. No iré.

No iré, hace días que no sé de él; la entrevista con el carnicero se tornó muy angustiosa, tampoco sé despellejar a como no sé planchar. Muchacha, si no sabes de carnes, ¿qué vienes a buscar? A mí no me gustan las chiquillas, me sobra con mi hija y eso que se la regalé a la vieja con la que vivía hace años. Fue hace tiempo, necesitaba algo de comer y llegué a la carnicería; don panza me echó como a una prostituta usada, pero sin usar y, por lo tanto, sin nada que comer. Ahí estaba él.

Estaba yo sentado cuando la vi alterada, tenía las pupilas un poco más dilatadas que anoche, el cabello a mal cortar y un vestido blanco que contrastó demasiado con su rostro de hambre.

—Carmelo

—¿Ah?

—Me llamo Carmelo, más bien Juan. Juan Carmelo.

—Rita. Quiero almorzar.

—Vamos.

Así le dije, Rita. A estas alturas pienso que pude haberme llamado de una manera más inteligente; tal vez Anastasia, Alicia, Aura. Rita está bien, se lo repetía cada vez que empezaba a quejarse de su poca imaginación al presentarse, “es que Rita es nombre aburrido”, está bien, serás Renata. Vaya nombre “Renata”, algunas personas piensan realmente que en mi lápida escribirán esa “erre” espantosa.

Cinco horas tarde. Frente al espejo observa la orilla reseca de su boca, tocando el filo de los huesos de sus hombros, son como dos pelotas secas, huecas, feas. Le escondo las píldoras, hoy debía conversar con ella en la esquina del cuarto.

—¿Con quién habla Aura?

—La escuché llamando a Carmelo.