Dialecto en extinción

De El sepulcro de las voces huérfanas, libro en espera de editor, se extraen las piezas que pueden leerse a continuación.

Fotografía de Daniel Ulloa (ver galería completa).

¿Hacia dónde nos arrastra este ímpetu

este túnel cuyo curso es sombrío e incierto?
¿Hacia dónde vuelve la mirada
para reconocer sus ojos
un pájaro amargo y silencioso?
 
Hacia dónde si no
al martirio,
al lívido canto que se desprende
cuando otros
–ciegos de esperanza–
naufragamos,
resurgimos,
nos desangramos para siempre.

 

 

Indagación de nuestro entorno

 

Desciframos el dialecto del alma
rendidos en cada gemido
que la sangre reclama.
 
Ahora
empinados estamos
en cada extremo del universo,
hurgando ese espacio,
esta única incógnita entre vos y yo
aún sin descifrar.

 

 

Roce de enigma

 

Ciertamente,
lejos no estuve de sentirla
siguiéndome
como sigue la conciencia al criminal.
 
Un enigma en el trasnochar de mis palabras.
 
Esta sombra en mis sentidos
que desgarra el gesto voluble
de un indicio de vida
si es que algo queda,
si es que esto fue vida.

 

 

Qué de hoy quedará

 

Qué de hoy quedará
si no el ayer vuelto mañana,
el instante que se rinde en su hora más eterna,
el que midió lo eterno desde el temblor oculto de los campanarios,
desde la música ingenua de un eco sin voz. Ese,
el que ofrenda fuego en el invierno que lloriquea
el que supo del acertijo único del tiempo,
el que ahora ofrece –sin saber por qué –
mis ojos como limosnas para los ciegos.

 

 

Nada se refleja tan cierto como el olvido.
La sombra que rehúye
deja atrás los vestigios de su misterio.
 
No hay ojos que presagien su cercanía
sólo sueños en la memoria desierta
sólo ansias en los atisbos vacíos.
 
Lo que resta de presencia
es mi abandono,
la piel cercenada del insecto
que no alcanza su vuelo.
 
Desovillo los minutos
de la rueca que gira contra mí,
contra la fosa,
contra el dolor trasnochado en la espera.
 
Las palabras muertas
se atoran en mi garganta.
 
Palabras a través de las palabras.
En ellas fluye el suplicio,
las letanías de aquel
que amargamente mi espejo encierra.

 

 

Madrugada en Annemasse

 

Hace frío.
A estas horas las palabras yacen
en el desamparo de sus bocas.
 
Ningún espejo se apiada de tu imagen
ningún cristal del reflejo que llora.
 
Enmudecida, tu sombra ciega recoge
las caricias abandonadas en la nieve.
Yo me pregunto infinitud de qué ojos buscará
tu mano en los escombros del vacío.
 
Sólo el olvido te recuerda
que no hay manos para tus dedos
ni lámpara para tus sueños.
 
Tu existencia Mauricio
son migajas esparcidas
de los días
que se pudren en el tiempo.
 

 

Si tan sólo sintiéramos

el dolor concebido de la piedra
en la que tropezamos una y otra vez.
 
Si tan sólo fuese el dolor
escaleras que tras los pasos
del olvido nos alejan.
 
Si tan sólo el olvido nos recordara
que ninguna luz se refleja sobre sí misma
y que nada prevalece bajo el vértigo
de las palabras
porque ninguna palabra engendra
ningún silencio
porque ningún silencio se yergue
en la fisura de las palabras.
 
Si fuésemos tan sólo polvo de nosotros mismos
células de un único vestigio.
Hay soledad de uno
en los cuerpos de los otros
desconsuelo vertido
arena ciega en los ojos dispersos
de quien posee un espejo roto.
 
Sólo quien camina en el borde de la telaraña
advierte la premonición secreta del tiempo
la estocada en la piel marchita de la lluvia
y el exilio que nos arroja a las ruinas de la muerte.
 
De verdad te digo:
este rostro a nadie pertenece
ni el pálpito quieto que tus manos
inútilmente insisten en despertar.

 

 

Vivir en el estruendo

en la sinfonía de voces
de quienes perdieron su eco
y sentir que cada día que pasa
soy menos de mí
y más del cadáver
que mi sombra arrastra.
 
Es más frágil el cuerpo
al presentir la rosa que lo hiere,
el reflejo que lo contiene,
la sílaba que lo pierde.
 
La noche advierte los límites
del instante vuelto eterno,
el temor de volverme contra mi sombra
contra el intento de ser o no ser
un enigma en los declives de la escritura.
 
Pero todo pasa y todo vuelve a su inicio
a lo que un día fue y que hoy se repite sin serlo.
No hay un rostro para el tiempo
tampoco para lo eterno.
Todas las escaleras se alejan de mí
todas las voces de los labios que quedan.
 
La figura que reencarno no es más la misma
entonces con la boca sepultada me pregunto:
¿qué de mí quedará entre las ruinas?

 

 

Me adentro en la noche cóncava recién nacida,
quieta como el aire muerto de las fotografías.
 
Pronuncio tu nombre y un abismo se yergue
en el pecho inhóspito de mi presencia.
 
Es preciso dijiste
preservar un todo y una nada
cuando la mano su secreto empuña.
Y todo el misterio reaparece ahí:
el espejo indescifrable de los ojos
el abismo inabarcable de las manos
la lluvia empozada en los párpados.
 
Las palabras muertas flotan en su saliva
y me pierden en la sombra sin edad
que me refleja.
 
Asumo mi sentencia
regreso al lugar sin nombre
con el horror de sentirme otro reencarnado en mí.
 
Pero el tiempo huye
y lo que resta es el puño,
las sílabas,
las líneas infinitas
de un dialecto en extinción.

 

 

Somos el instante construido de ruinas,
herrumbre de nuestros días
en los que ya no somos polvo
sino cenizas vertidas a los lejos.
 
Somos la lluvia que nos quema las cabezas,
la acidez de sus gotas en cada párpado
donde el ardor
hecho de cal y miseria
es tan solo un vestigio
cuando la realidad asume su certeza.
 
Noche y día rescatamos nuestras sombras
socavamos nuestras ruinas.
 
Si vuelvo la mirada
encontraría la raíz invertida
del sueño que me sostiene.
 
¿A qué lámpara me aferro?
¿A qué filamento en la lívida noche
poblada de precipicios?
 
Nadie se pertenece
pero creemos tener luz
cuando incluso en nosotros
todo lo han disipado.