El tigre

«La acechaba sin prisas, confiado: sabía que su presa estaba a su merced y en una encrucijada mortal».

Foto de Luigi Esposito Jerez (ver galería completa en Álastor).

Cuento nicaragüense

 

Ella corría por el camino carretero de la hacienda de su finado padre. El tigre, sediento de sangre, la perseguía feroz y lentamente le ganaba terreno…

En plena faena natural, y casi en el cánope de las altas palmeras, estridentes guacamayas y loras degustaban frescas piñas de pijibayes. Ella, jadeante, perlada la frente por el calor del verano, se detuvo aterrorizada junto al despeñadero… 

Abajo, el río y la profunda poza azul donde tantas veces, de niña, había ido a bañarse y a pescar guapotes con sus padres y sus hermanos. Miró hacia atrás y vio al tigre acercarse por el camino; la acechaba sin prisas, confiado: sabía que su presa estaba a su merced y en una encrucijada mortal.

Vio hacia el fondo del despeñadero y al tigre tan peligrosamente cerca, que se armó de valor y se lanzó al vacío. Entró de pie en las profundas aguas de la poza, y desapareció.

El tigre, con el machete en la mano, bañada la camisa de sangre y sudor y las venas hinchadas como queriendo salirse de sus brazos, se detuvo a la orilla del arrecife y se quedó viendo perplejo la profunda poza del río. De pronto, la vio salir a la superficie, mirar desafiante hacia arriba y luego alejarse nadando lentamente, corriente abajo, porque los ríos en verano son lentos y sedados como las alas de las palomas arrulladoras de montaña. Sabía entonces que estaba en aprietos, el río pasaba justo a la orilla del pueblo y ella informaría a las autoridades.

Lo perseguirían con saña y lo cazarían, no como a un tigre, sino como a un maldito perro rabioso, por haber asesinado, unas horas antes y por celos, a otro hombre que era el prometido de ella. Empezó a huir internándose en lo denso de la montaña y mientras caminaba pensó: Son chochadas: ¡Las mujeres son más valientes que los hombres!

El tigre se abría paso con el machete, los perros se escuchaban ladrar a veces cerca y a veces lejos. “Maldito Juez de Mesta”, pensó el tigre, “ya le encajaré el machete en la jupa cuando las cosas se calmen un poco y pueda regresar con cautela a espiar la casa de este sapo servil”… “Con los policías no quiero nada porque se me viene todo el gobierno encima, pero este arrastrado de Carmelo ya tiene muchos enemigos en el pueblo y conmigo los días contados”... “Además, nunca se imaginarán que yo lo borraré para siempre del mapa porque, como ando de huida, jamás sospecharán que seré yo el que vendré y me lo echaré al pico”.

Se rio a carcajadas.

La oscurana apenas comenzaba a robarse la tenue luz solar, cuando el tigre arribó debajo de la sombra de un inmenso chilamate de río; los murciélagos ya se descolgaban de sus propias piñas y erráticos volaban cada cual por su lado, las hembras iban en busca de jugosos insectos y los machos iban a los palos de jocotes, allá lejos en los extensos llanos. Esos son los mismos palos de jocotes que dejan pateados los venados, cuando, bajo la plateada luz de luna, pepenan del suelo con sus belfos las preciadas y alicientes frutas.

Y esa misma luna… ¡salió preciosa aquella noche!, filtrando sus dulces y pálidos rayos entre las hojas y los frutos de aquel milenario chilamate, que por las noches disfrutaban los coatíes o pizotes y las exóticas cuyusas nocturnas.

El tigre se dejó caer pesadamente bajo las sombras de unas matas de cachito; ya llevaba cinco días sin comer ni beber agua y se sentía un poco desorientado, por culpa de un profundo sopor que lo obligó a irse quedando dormido, aunque, de vez en cuando, los estridentes chillidos de una lechuza o cocoroca lo hacían abrir bruscamente los párpados, para luego volverlos a sentir tan pesados como plomo y contra su voluntad se le volvían a cerrar, ocultando nuevamente sus ya cansadas y dilatadas córneas.

Ella estaba furiosa y se sentía inquieta y amenazada por aquel imprevisto visitante; lo había visto llegar y ocupar su territorio, era una víbora de ocho pies de largo, conocida en el sur de México como terciopelo y en Centroamérica como barba amarilla, terciopelo, devanador, yagualán y lal pauni... Empezó a desenroscarse, sacando su lengua, la cual usa como sensor para detectar exactamente dónde están sus víctimas gracias al grado de calor que emiten. 

Esperó entonces que reinara la oscurana y luego, lentamente, se dirigió hacia el tigre que, dormido profundamente, ni siquiera soñaba ser víctima de aquel ofidio centroamericano. Ella enterró certera las agujas mortales de sus dos colmillos e inoculó en el antebrazo izquierdo del tigre seis u ocho onzas de veneno, capaz de matar hasta a ochenta elefantes africanos.

El tigre se levantó catapultado como por un resorte, exhalando al mismo tiempo un espeluznante alarido por el dolor que le causó la mordedura; ya despierto, la segunda vez, sí sintió las dos estocadas cuando la prima de la yarará sudamericana volvió a clavar sus colmillos en la parte trasera de su pierna derecha. Por instinto natural y por tantos años de ostentar con orgullo ancestral el oficio de jornalero, el tigre giró su torso y descargó con furia reprimida por esos cinco días de persecución su machete; pudo escuchar a sus espaldas la punta afilada del metal, tintinear al arrastrarse completamente a ras del suelo, y sintió con los dedos que cortó maleza del charral y algo tenso y tan grueso y fuerte como un bejuco.

Maldita, exclamó, mientras escupía por la boca sangre y espuma. No me voy solo, desgraciada alimaña... Y al decir esto sintió que la respiración se le entrecortaba; quiso respirar nuevamente, dio algunos pasos por donde había venido, luego trastabilló, se fue de bruces y ya no se movió más. Por la mañana, los perros lo encontraron, pero por temor a la serpiente no se acercaron, porque el tigre, de un solo tajo, había partido con su machete a la terciopelo casi en dos mitades iguales, pero la parte que aún estaba unida a la cabeza se encontraba todavía adherida al pantalón azulón y quizás los colmillos seguían enterrados en las fibrosas carnes del tigre. Los perros aullaban y ladraban quedos, porque ellos les tienen un temor natural a estos temibles animales rastreros.

Por fin llegaron los policías, el baquiano y Carmelo; estaban jadeantes, agotados y angustiados, bañados de sudor de pies a cabeza, pero todo eso se les olvidó cuando quedaron viendo atónitos aquel macabro espectáculo. Al unísono, se dieron a la tarea de revisar muy bien todo aquel lugar por si se encontraba muy cerca de ellos otra de estas mortales alimañas. Casi siempre hay un macho que la corteja, donde habita perenne una hembra de esta temible especie.

Después de descansar por un rato que les pareció una eternidad, el que ostentaba el mando de la patrulla se quitó el quepis, se rascó la cabeza y dijo, en forma de oración: —Aquí mismo vamos a abrir un uraco y aquí mismo lo vamos a soterrar. Luego dijo: —Qué muerte más espantosa la que tuvo este maldito.

Y ya cuando se alejaban, después de haberlo zampado en la cárcava y no sin antes observar hacia todos lados, “por si las venenosas moscas...”, dijo aquel mismo individuo: —Unos pagamos nuestros crímenes en la tierra... Y otros los pagamos en el infierno.

 

12/10/2016

Adán Torres

Es compositor desde la adolescencia y escribe cuentos desde 2002. Nacido en 1945 en Managua, Nicaragua, formó parte en su juventud del grupo musical Los Rockets, del que fue vocalista y guitarra acompañamiento, y años después compondría la que ha sido su canción más exitosa: «Almohada», interpretada por muchísimos cantantes, pero fijada en la memoria colectiva por la voz de José José. Desde 1979 no reside en su país natal, al que no ha vuelto nunca, y actualmente vive en California.

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